No es que yo sea indolente, despreciativo o ingrato con mis amigos y simpatizantes que el 11 de marzo allegaron a las urnas cerca 4.000 expresiones de solidaridad. No se trata de una indiferencia inconmovible. Es una bronquitis invivible, severa, dura, que me ha tenido a raya: con terapia respiratoria y antibióticos.

No solo el clima político es dinámico, volátil y absolutamente contradictorio. También el atmosférico es desconcertante, impredecible y a veces traidor. En un mismo espacio, en un rincón del valle de Simijaca, muy cerca de la montaña, en el departamento de Cundinamarca, en no más 90 minutos que duró una asamblea de campesinos experimenté no menos de cuatro estados climáticos que me obligaron a cambiar de indumentaria. Al mediodía el frío era intenso, pero mi ruana de lana virgen de oveja negra me permitió estar a salvo. Quince minutos después se despejó el cielo y tuve que quitarme la ruana. Media hora más tarde el calor era intenso, entonces la chaqueta también salió a volar. Pero pasados quince minutos de nuevo se nubló y sentí una ráfaga de aire frío en mi columna vertebral. Parece que ese torbellino de hielo aun está metido en mis entrañas.

Era el lunes 5 de marzo. A las dos de la tarde me despedí de los campesinos, porque una hora después debía de estar en Zipaquirá en una reunión del ejecutivo local de campaña. Por el camino, a pesar de que volví a ponerme el saco y envolverme en mi ruana, sentía el frío metido entre pecho y espalda. Esa circunstancia y el aguacero que cayó después impidió entrar a Zipaquirá. Directo a Bogotá, le dije al compañero que estaba al timón. He debido hacerle dieta a la afección bronquial a partir de ese momento, pero como era la última semana de campaña tuve que resistir hasta el sábado en la noche. El domingo 11 en la mañana, mis fuerzas físicas estaban agotadas. A esa hora yo ignoraba  que mis fuerzas electorales estaban aun más disminuidas que mi estado físico.

Desde ese día y hasta hoy, no he hecho otra cosa que ir a urgencias de la clínica, someterme a exámenes de una cosa y otra y a exigentes sesiones de terapia respiratoria. Ahora los antibióticos me han debilitado más que la campaña misma. Los médicos me prohibieron hablar. No era necesario, pues físicamente mi garganta no respondía.

Las propias limitaciones físicas han impedido hacer un sondeo entre mis amigos, en las distintas ciudades y municipios para tener con exactitud el resultado de los votos obtenidos, para saber a cuántas personas debía agradecer. Sin embargo, no puedo esperar más para decirles a todos mis electores –mujeres y hombre, jóvenes y adultos– que me conmueve su solidaridad, su entusiasmo y la credibilidad en mis principios. Estoy muerto de la vergüenza por haber esperado tanto tiempo para decirles: ¡Gracias! Como a nadie he podido contestar sus llamadas, tienen razón quienes en tono de broma me escriben al WhatsApp: “Ni que hubieras ganado para que te ocultes tanto”.

Confío que en esta Semana Santa sanen mis bronquios, no tanto por las oraciones de mi hermana Leticia y sus compañeras de congregación, como por medicamentos que con rigurosa puntualidad y mucho amor me suministra Lucía. En mora estoy de reunirme con mi equipo de campaña para evaluar cuál fue el precio de la lealtad.

A quienes más debo una explicación de mi bajo desempeño en las urnas es a los jóvenes, que sin más incentivo que el de la ilusión en una sociedad más justa, incluyente e igualitaria sacrificaron muchas horas de descanso y pasatiempo, por acompañarme a pensar, sugerir ideas, mover las redes y hacer trabajo de campo. A todos ellos y a mis electores  mi gratitud total, hoy y siempre.