Hoy, todos los grupos armados se pavonean orondos por el territorio colombiano, se regodean, se sienten sobrados, porque sus arcas están repletas de billete. De seguir así, el propósito de hacer de Colombia una potencia mundial de la vida será arrastrado como una pluma en un naufragio, y la paz total, principal apuesta de Petro, tan solo una quimera.

Le asiste la razón a Petro cuando les dice a los voceros del Eln que tienen que decidirse «entre Camilo Torres y Pablo Escobar». Lo mismo debe decirles a las dos agrupaciones armadas herederas de las antiguas Farc: «tienen que escoger entre Pedro Antonio Marín o Manuel Marulanda Vélez, más conocido como Tirofijo, y Pablo Escobar».

Quienes tenemos el privilegio de haber vivido en dos siglos —XX y el XXI—, sabemos  de qué habla Petro. Esta guerra, que cuando Petro termine su mandato, si es que lo dejan,  habrá cumplido 80 años, comenzó en 1946 y no la iniciaron ni Tirofijo ni Camilo Torres. Los primeros disparos no salieron de sus fusiles, ni siquiera de sus revólveres, porque no los tenían. La fusilería y las bayonetas —y los cuchillos y los machetes, en las noches y los días más ominosos—, vinieron  del Estado y de los gobiernos de aquellos años aciagos.

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Estas tres agrupaciones armadas —Eln y las dos herederas de las Farc— deben tener un tratamiento político, porque ese es su origen. No hay duda de que Iván Márquez y sus hombres fueron entrampados por el Estado con la asesoría y el apoyo de Estados Unidos para asesinarlos o extraditarlos. Fue la perfidia lo que obligó al sector más radical de los negociadores de la paz de La Habana a refugiarse en el monte y a retomar las armas, porque la historia de los procesos de paz en Colombia, es la historia de la burla y la traición.

Pero esa realidad no puede ser una excusa para que sus líderes se  regodeen con disculpas torpes, porque la gente no les cree. No pueden seguir secuestrando y matando soldados y policías indefensos, con el pretexto de que «son prisioneros de guerra». Tampoco pueden seguir hostigando y humillando a la población civil, como hicieron en Balboa, Cauca, o Yarumal, Angostura y Campamento, Antioquia: en el primero las disidencias de las Farc patrullaron el perímetro urbano, y en los segundos se tomaron varias escuelas rurales para entregar útiles a los niños y dejar consignas políticas.

Si el Eln y las dos disidencias de las Farc continúan así, es porque no entienden lo que ocurrió entre 2019 y 2022. El estallido social que concluyó el 19 de junio de 2022,  es la culminación de un proceso, ciertamente, pero el hecho mismo es inédito. Si leyeran bien la historia de estos dos  siglos —XX y XXI—, el 20 de junio de 2022, o el mismo 19 en la noche, le habrían  dicho a Petro: «Aquí estamos, con nuestras armas, díganos cómo podemos ayudar a que el  cambio se haga».

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Esas tres agrupaciones armadas no pueden seguir jugando con la errónea idea de que son los voceros de un pueblo, que mayoritariamente se expresó el 19 junio y sepultó su viejo truco con millones de votos. De seguir el juego, pueden entorpecer y retardar las reformas estructurales con las que alguna vez soñaron. Más, aún: el desgaste que le causen a Petro con su regodeo, sobradez y torpeza, puede ser de tal magnitud que exacerben a los guerreristas de extrema derecha  y que ni siquiera el Pacto Histórico logre terminar el cuatrienio.

Lo demás es pura mafia, narcotráfico simple. Es la escuela de Pablo Escobar y de los políticos y  gremios que lo apoyaron y se lucraron con su dinero. Esa escuela debe ser sometida por el Estado. El fiscal Barbosa, que siempre es tan chistoso, dijo  a propósito de la paz  total que, «Colombia nunca ha negociado con las mafias».  Su afirmación no es más que una broma, porque el país no solo negoció en el pasado con narcotraficantes, sino que la sociedad y el Estado se sometieron a Pablo Escobar. La entrega total al Capo de capos, fueron los tres decretos que el presidente Gaviria le regaló. Y, la coronación de esa entrega, fue el sí que los constituyentes del 91 le dieron, arrancando la extradición de la Constitución, para que Escobar, como un mariscal de campo, ingresara victorioso a su hotel de cinco estrellas: La Catedral.

Los herederos de Pablo Escobar asimilaron  bien su escuela, e indignados dicen hoy, por boca de sus abogados, que les irá mejor «negociar con Estados Unidos». Es posible que la audacia de Petro haga el milagro de someter hasta el último traqueto, pero mientras la cocaína sea el combustible de la guerra, al día siguiente de que eso ocurra, las calles serán copadas por las generaciones mafiosas de relevo. Por eso, le será más fácil y eficaz convencer a la comunidad internacional de que deje su hipocresía y su doble moral  y acepte la realidad: hay que quitarles el negocio a las mafias.