Resumen
Este artículo investiga la ilegitimidad del Estado y de sus gobernantes, por no satisfacer los derechos fundamentales de los asociados. Como unos y otros, al iniciar el tercer decenio del siglo xxi, no estaban preparados para atender una emergencia de sanidad como la causada por el coronavirus, el capitalismo en su fase neoliberal dejó al descubierto cuatro crisis: una crisis sanitaria, una crisis económica, una crisis climática y una crisis de legitimidad. Para obtener la información el investigador recurrió a fuentes secundarias de carácter documental, utilizando tres métodos: el descriptivo, el histórico y el analítico-deductivo. Al finalizar la investigación se llegó a la conclusión de que el Estado debe reasumir tres tareas: educación, salud y servicios públicos.
Palabras clave
Política, Estado, ilegitimidad, capitalismo, lenguaje, coronavirus.
Introducción
El problema del Estado es que no es del Estado, sino de quienes actúan detrás de él movidos por sus intereses y pasiones. Partiendo de esta premisa, la pandemia del coronavirus puso en evidencia, más que la ilegitimidad del Estado, la ilegitimidad de sus gobernantes al comenzar el tercer decenio del siglo xxi. Aunque no todo lo anterior fue legítimo, lo de hoy deja desnuda la crisis del capitalismo, en su fase neoliberal, que no es otra cosa que el gigantismo del mercado y la reducción del Estado a su más mínima expresión, pero siempre al servicio de los que más tienen. “La primera lección que deja el virus —dice—, es que estamos ante otro fallo masivo y colosal de la versión neoliberal del capitalismo”[1].
Las imágenes que le han dado la vuelta al mundo dejan a los gobiernos, que a su vez son los voceros del capitalismo neoliberal, al desnudo: calles y centros geriátricos llenos de muertos sin que haya una autoridad que los recoja antes de que sigan contagiando; camiones que transportan los cadáveres, sin que sus deudos vayan tras ellos con sus llantos y sus rezos a recoger sus cenizas, como ocurre cuando no hay pandemia; ríos de pobres que se agolpan en plazas públicas y calles o frente a las oficinas de los gobiernos pidiendo comida; tropas de médicos y auxiliares que carecen de los elementos mínimos de protección para atender los pacientes.
Ante esas imágenes, que deprimen e indignan, surge una borrasca de preguntas: ¿Dónde están los gobiernos para que resuelvan estos problemas? ¿Dónde se encontraban durante las últimas cuatro décadas que no se prepararon para proporcionar salud, comida y techo a la población de sus países? ¿Cuál es el grado de legitimidad de aquellos súper-Estados y de sus gobernantes que aprovechan una pandemia para amenazar a Estados más pequeños con invadirlos? ¿Qué legitimidad les asiste a esos gobernantes departamentales, distritales y municipales que aprovechan la miseria humana que ha traído la pandemia para enriquecerse con contratos de miles de millones?
Sobre la pandemia misma, sus orígenes, su propagación, sus estragos, los métodos para combatirla, sus consecuencias, la crisis que ha generado y los cambios que deben darse una vez que pase o decaiga, están inundadas las redes, los ordenadores, los periódicos y revistas de millones de conceptos, artículos y ensayos. Entendiendo ese ejercicio como una tertulia —aunque convendría mejor un diálogo— de millones de personas alrededor del mundo, intervengo para decir un par de ideas sobre el Estado, la ilegitimidad de sus gobernantes y los cambios que se avecinan. El primero y más importante de todos esos cambios consiste en separar lo público de lo privado. Mientras eso no se haga, atenuar la desigualdad es una utopía.
¿Para qué sirve el Estado?
El Estado se fundó, se creó o se estatuyó para solucionar las necesidades de los asociados. El esfuerzo teórico de mayor hondura filosófica sobre la formación del Estado de que se tenga noticia lo hizo Platón en el diálogo República hacia el siglo iv antes de nuestra era. Es Platón quien por vez primera habla de la necesidad que tienen los hombres de resolver los problemas y de la bondad que resulta de crear la sociedad y fundar el Estado. “Cuando un hombre se asocia con otro —dice Platón— por una necesidad, con otro por otra necesidad, habiendo necesidad de muchas cosas, llegan a congregarse en una sola morada muchos hombres para asociarse y auxiliarse. A este alojamiento común le daremos el nombre de Estado. Vamos, pues, —concluye— forjemos en teoría el Estado desde el comienzo; aunque según parece, lo forjarán nuestras necesidades”[2].
A continuación, el pensador ateniense menciona las diversas necesidades de su época: “La primera y más importante de nuestras necesidades es la provisión de alimentos con vista a existir y vivir. La segunda de tales necesidades es la vivienda y la tercera es la vestimenta y cosas de esa índole”. Luego, agrega el calzado, el pastoreo, el cuidado del ganado y la importación de mercancías. Aquí llega a otra conclusión, dando los primeros pasos teóricos de la globalización, que desde luego ya existía[3]. “Por consiguiente, se debe producir en el país no sólo los bienes suficientes para la propia gente, sino también del tipo y cantidad requeridos por aquellos con los que se necesita intercambiar bienes”[4].
Por los tiempos de Platón el desarrollo de la sociedad era supremamente avanzado, y de manera directa a esos desarrollos eran las necesidades. Sin embargo, aparte del alimento y del abrigo, durante miles de años antes de Platón, el hombre había tenido otras necesidades primarias, como comunicarse entre sí, acompañarse en la caza y la recolección de frutos y defenderse de los animales salvajes. Andando juntos, hombres y mujeres, resolviendo las urgencias de cada momento, mediante un proceso antropológico de división del trabajo y la selección cultural, surgió el Estado. Hasta ahí todo iba bien: el Estado como un instrumento para resolver las necesidades generales de todos los asociados. El problema surgió el día en que un puñado de ingeniosos, pillos e impostores, con cualquier pretexto —en nombre de Dios, de los dueños de la tierra, del comercio, de la industria, del mercado, de la banca— asaltaron el Estado y lo pusieron a su servicio.
Hoy, el menú de necesidades del hombre es de tal magnitud, que, para satisfacerlas, la división del trabajo ha contabilizado más de 20.000 oficios. Ese cúmulo de necesidades va desde proteger la vida, la dignidad y la libertad del hombre, hasta las más suntuarias e inocuas. El argumento de la necesidad formulado por Platón, se ha repetido a través de los siglos por todos los pensadores, y ahora se acepta sin discusión alguna que aquella es la finalidad del Estado. Entonces surgen dos preguntas: si no es para satisfacer las necesidades de las personas, ¿para qué sirve el Estado? ¿Hoy los gobernantes le resuelven las más apremiantes necesidades a la humanidad?
La respuesta a la segunda pregunta está a la vista: los gobernantes no han sido capaces de satisfacerles las necesidades básicas a las personas. Al contrario, a medida que la sociedad evoluciona, que los Estados crecen y se burocratizan más, los problemas aumentan, y, cuando el equilibrio de la diversidad natural se rompe y se genera un daño que amenaza la existencia de la especie humana —como ocurre ahora con el coronavirus—, la ilegitimidad del Estado y sus gobiernos se agiganta y se hace tan visible como si hubiera caído un asteroide ante nuestros ojos.
¿Por qué los gobiernos son incapaces de resolver los problemas generales, las necesidades de todos, los asuntos del público? Porque están atareados en acrecentar la riqueza de los que más tienen, utilizando las instituciones del Estado para privatizar lo público y someter y reprimir al que se oponga a ese despropósito.
I. Antes
Crisis del capitalismo e ilegitimidad del Estado
El primer día de la pandemia del coronavirus el capitalismo fue sorprendido, entre otras, al menos por cuatro crisis. En primer lugar, una crisis sanitaria, por cuanto el sistema de salud pública se convirtió en negocios privados, y “ningún Estado en el mundo estaba preparado para enfrentar una agresión sanitaria de estas dimensiones”[5]. A esta apreciación de la médica Lina Saucedo, es preciso hacer, por lo menos, tres excepciones: Cuba, Vietnam y China. Para estos tres países, la salud es prioridad. Por eso, a pesar de la súbita aparición de la pandemia, la controlaron rápidamente. En segundo lugar, una crisis económica, pues tuvo que habilitar recursos financieros que no había previsto para organizar a las carreras camas con cuidados intensivos con respiradores mecánicos, que no tenía para atender miles de contagiados. En tercer lugar, una crisis climática, por la dependencia de los combustibles fósiles que han contaminado el ambiente[6]. “La ciencia nos alerta sobre el rol que tiene y tendrá la deforestación en la transmisión de enfermedades infecciosas”[7]. “En poco más de una década, el planeta perdió 3,3 millones de kilómetros cuadrados de territorio de vida silvestre”[8]. Pero la más gigantesca de las crisis, es la de legitimidad.
El gobierno de un Estado tiene legitimidad cuando logra la motivación colectiva de los miembros de la sociedad para respetar un sistema político y unas autoridades sin recurrir a la fuerza. Esas motivaciones colectivas son de tres tipos: creencia en la validez del ordenamiento legal, creencia en la bondad de las ramas del poder público, creencia en las calidades de los gobernantes. Esas motivaciones colectivas estuvieron ausentes en las últimas dos décadas del siglo xx y las dos primeras del xxi. Al contrario, se presentaron muchas manifestaciones masivas en todo el mundo, por parte de distintos sectores sociales, especialmente de los jóvenes y estudiantes, exigiendo a los gobiernos el cumplimiento de los derechos fundamentales de la población.
La Biblia define los pecados capitales como aquellos que a su vez dan origen a otros pecados. “Se les llama capitales —dice el texto bíblico— porque son la fuente o raíz de otros pecados”. Son siete: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Claro que los gobernantes de hoy y los de los últimos cinco mil años estuvieron y están desbordados por esos siete pecados capitales bíblicos, pero a esos hay que agregar otros catorce más: la pobreza, el hambre, las enfermedades, el desempleo, la gran ciudad y la soledad del hombre, la violación de los derechos humanos, la destrucción del ambiente, la burocracia, la guerra, el abuso de publicidad, la corrupción, la pérdida de soberanía, la cooptación del Estado por las mafias y los gánsteres y el abuso del lenguaje.
La pobreza lleva de la mano el hambre, las enfermedades y el desempleo. Y, como si estos fenómenos sociales no causaran el suficiente sufrimiento, también los desastres naturales se ensañan con los más pobres, como ocurre con los terremotos, las inundaciones, los incendios, y claro, los virus. El hecho más desafiante a la capacidad de tolerancia de los pobres es la injusta distribución de la riqueza, y la concentración de los bienes en cada vez menos personas y grupos económicos. El jefe de la ong Oxfam, Chema Vera, advierte que “en la actual coyuntura mirar para el lado con respecto al drama que viven los más pobres del mundo equivale a dispararse no en el pie, sino en el pecho”[9]. Y, el informe anual del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud) 2018, señala que en el mundo hay 1.300 millones de pobres, la mitad de los cuales son niños.
De la escasez de alimentos y del hambre nos habló hace doscientos veinte años Thomas Robert Malthus, cuando alarmó a todo el mundo con su famosa obra Ensayo sobre el principio de población (1798). Entonces, el número de habitantes aún no había llegado a 900 millones de personas[10]. Textualmente dice Malthus: “Afirmo que la capacidad de crecimiento de la población es infinitamente mayor que la capacidad de la tierra para producir alimentos para el hombre”[11]. Dejando atrás las especulaciones de Malthus, y aterrizando en el mundo de hoy, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura —fao—, dice: “El hambre está creciendo paulatinamente y se han perdido años de avance […] La amenaza de no tener un plato de comida asegurado al día alcanza al 26.4% de la población mundial”. Ante esa realidad conviene formular estas preguntas: ¿A cuántos seres humanos puede alimentar el planeta? ¿La causa del hambre radica en la incapacidad de la Tierra para producir los alimentos necesarios? ¿Están los alimentos distribuidos justamente?
Según la fao, está plenamente probado que los recursos de la Tierra, tomados en su totalidad, pueden alimentar a todos sus habitantes. Así que, a la escasez de alimentos es preciso buscarle otra causa. La escasez de alimentos puede obedecer a dos razones. En primer lugar, a procedimientos artificiales mediante los cuales se utiliza el hambre como arma política para someter a los pueblos o expulsarlos, porque “quien tiene el control de los alimentos tiene el poder”[12]. Bloquear el suministro de alimentos, apoderarse de los graneros del “enemigo”, sitiar a los pueblos, son tácticas poderosas para vencer en una confrontación política. En segundo lugar, a la disminución real de alimentos. Esta proviene de un hecho cierto: cada vez el hombre está más dedicado a la especulación y cada vez menos a la producción objetiva de bienes. En medio de esa realidad, el Programa Mundial de Alimentos —pma— señala que el coronavirus dejará 265 millones de personas muertas de hambre este año, es decir, 100 millones más que el año anterior.
¿Por qué las enfermedades van de la mano con la pobreza? Porque el estado de salud de una persona siempre se halla afectado por todos los demás factores sociales: edad, género, etnia, clase social, cultura y subdesarrollo. Así, por ejemplo, las personas de edad avanzada y los pobres están más propensos a los malestares. La pobreza, en sí misma, significa desnutrición; vivienda antihigiénica, sin aire, luz ni temperatura adecuadas; menos visitas al médico para controlar molestias menores; estar más propensos a la tensión y a la violencia. Según la Organización Mundial de la Salud —oms— los sectores más vulnerables de la población son más propensos a las siguiente diez enfermedades: gripe pandémica, la salud en los países en conflicto, cólera, difteria, paludismo, meningitis, fiebre amarilla, catástrofes naturales, malnutrición e intoxicación. Y, un dato que alarma aún más: “Las cuatro quintas partes de la población del mundo carecen de acceso a alguna forma de cuidado de la salud. Los servicios de salud pública de las 67 naciones más pobres, gastan menos en el cuidado de la salud de lo que las naciones más ricas gastan solamente en tranquilizantes”[13]. ¿Cuánto gastarán estas últimas en drogas psicoactivas?
El desempleo es otro de los pecados capitales del capitalismo en la dirección del Estado. De acuerdo con estudios realizados por la Organización Internacional del Trabajo —oit— unos 200 millones de personas están desempleadas, y en 2020 puede agregarse 2,5 millones más. Pero los subempleados pueden estar por los 400 millones. Estos datos son antes de hacer su presencia el coronavirus. La pandemia podrá agregar otros 25 millones más de desempleados este año.
La más elemental observación que se haga sobre la gran ciudad dará como resultado que, al lado de las múltiples ventajas juntas que el hombre encuentra en una sola metrópoli, ahí mismo están, igualmente juntos, los problemas que le hacen perder legitimidad a los gobernantes contemporáneo. La concentración de la riqueza, en sus más diversas manifestaciones, florece arrogante y humilladora, en los grandes centros urbanos. Con todo, la mayor desgracia de la gran ciudadno se halla en la discriminación social y económica, en el ahondamiento de las desigualdades sociales entre la población: el mayor perjuicio se halla en el deterioro de la dignidad del ser humano, en la disminución de sus valores comunitarios y en la reducción de su calidad de vida. Una gran paradoja: el hombre, en la gran ciudad, comparte la superficie del perímetro urbano con cinco, diez, quince, veinte o treinta millones de personas, pero se encuentra en la más absoluta soledad.
Entre más larga es la lista de derechos humanos reconocidos por organismos internacionales, más larga es la relación de las violaciones y más numerosas sus víctimas. Desde Alaska hasta la Patagonia y desde el sur del África hasta el oriente de Europa, por doquier están los genocidios, las torturas, los asesinatos, los desplazamientos forzados, las mutilaciones, la privación injusta de la libertad, las amputaciones físicas y culturales, el sufrimiento y la aflicción de los pueblos: por pensar distinto, por ser distintos en religión, política o raza a la de los tiranos de turno y a la de sus ejércitos. Si no se tiene derecho ni siquiera a la vida, mucho menos se tendrá derecho a la vivienda, al trabajo, a la educación, a la salud, a la recreación, a pertenecer a un partido político o a tener un ambiente sano y un entorno físico y social donde desarrollar las propias aptitudes e ideales: todos pueden estar muy bien escritos en el papel, pero muy lejos de la realidad. Ningún gobierno que patrocine o permita la violencia y el terror contra su pueblo puede tener legitimidad.
Uno de los derechos humanos es, precisamente, el derecho a un ambiente sano. Es quizá el más violentado, porque no tenemos en cuenta las lecciones simples de la naturaleza y, con los ojos abiertos, andamos en una loca y ciega carrera en la producción de compuestos químicos no biodegradables. “Tanto los ciudadanos, políticos y científicos que consideran el cambio climático producido por el hombre como el más grave problema del planeta, como aquellos que niegan su existencia, han sido testigos y víctimas de las inenarrables tragedias producidas por la variabilidad climática registrada desde 1992, fecha en la cual los jefes de Estado del mundo firmaron la Convención de Cambio Climático”[14]. Los jefes de Estado firman los acuerdos, pero luego se deslegitiman, porque sus gobiernos no hacen otra cosa que conceder licencias a las compañías transnacionales dedicadas a destruir el planeta con explotación de los recursos naturales.
La ilegitimidad del capitalismo en la jefatura del Estado se acentúa con la actuación de la burocracia, a la que no le preocupa ninguno de los grandes problemas de la sociedad: ni el crecimiento anarquizado de las ciudades, ni el aumento de la población y la muerte por hambre de muchas personas, ni la violación de los derechos humanos por otros burócratas, ni la guerra y los desplazamientos forzados, ni los abusos de la publicidad. Ese no es su problema. Su preocupación consiste en permanecer ahí, aferrarse más al aparato burocrático, fingir mover algunos papeles y expedientes de aquí para allá, y de manera inexorable recibir su sueldo a final de quincena o de mes. Esa es la primera preocupación del burócrata. La segunda, consiste en asegurarse de cuál será el próximo jefe máximo para mover las cuerdas necesarias a fin de que lo ratifique y lo ascienda, así tenga que convertirse en su esclavo para seguir ultrajando, humillando y manipulando a la sociedad local, regional o global.
Dicen las primeras líneas del preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas, lo siguiente: “Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles […] hemos decidido aunar nuestros esfuerzos para realizar estos designios”. A pesar de la síntesis sociológica de esa declaración y de sus propósitos generosos para la vida futura de los pueblos, hoy las guerras hacen ilegítimo al capitalismo en el manejo del Estado, con mayor razón las guerras intestinas, como la de Colombia. Aquí, los gobiernos, que están al servicio del capitalismo neoliberal, en vez de resolverle las necesidades básicas a las familias, se gastan buena parte del presupuesto en la compra de armas para enfrentar al pueblo.
¿Por qué el abuso de la publicidad es uno de los pecados capitales, que hacen ilegítimos a los gobiernos y a los Estados? Sencillamente, porque cuando se abusa de la publicidad no se transmite la verdad sino el engaño. De manera artificial se crea, se fabrica o se modifica la verdad. Prevalidos de las técnicas de comunicación masiva, los dueños del mercado y sus nuevos siervos, los publicistas, trabajan para vender un producto, una marca, así como un candidato a gobernante o legislador. Y entre más malo o desconocido sea el producto o el candidato, mayor creatividad publicitaria, más horas de trabajo ideando imágenes y mayores volúmenes de dinero deberán gastarse en venderlo. Así, las realidades que percibe el público son manipuladas para que aparezcan como verdades objetivas, creando en los espectadores una necesidad compulsiva de compra. Gran parte de esa necesidad de compra se construye por medio de artes populares, utilizando valores culturales e insuflando en la inteligencia del usuario mensajes de promoción de un producto a través de periódicos, revistas, música popular, radio, televisión y redes sociales.
La corrupción deslegitima a los gobiernos neoliberales porque se halla incrustada en el núcleo de la alta burocracia, desde donde se dimana y se diversifica por el resto de las estructuras del poder y de los mandos medios y bajos de la administración. La corrupción, a la que hoy se denomina pandemia de la administración, es un acto ilegal —hay veces que es legal—, ilícito e ilegítimo, por medio del cual una persona, al servicio del Estado o de la empresa privada, busca obtener un resultado o una decisión que satisfaga sus ambiciones económicas o políticas. De esta manera, la corrupción viene a ser la materialización de un propósito deliberado de obtener un provecho personal con base en un cargo o en una posición de privilegio que se ocupe. Siempre se necesitan dos partes: opera como una contraprestación entre quien corrompe y el que se deja corromper.
Al lado de todos los problemas anteriores, el Estado, además, carece de soberanía. La soberanía, hoy se halla en el gigantismo del mercado, en el poder de las transnacionales y en la reducción del Estado como expresión del poder nacional. La soberanía del Estado es una falacia, pues el centro del poder descansa, finalmente en los dueños del mercado y se hace cada vez más frágil en los países pobres. Estos, en verdad, tienen dos amos: el gran imperio político y militar de los Estados Unidos de Norteamérica y los conglomerados económicos de las transnacionales, que van recorriendo el mundo, corrompiendo gobiernos y sobornando parlamentos para apoderarse de empresas estatales y obtener leyes con las que puedan exprimir hasta la última gota de sudor y sangre de los pueblos[15].
El décimo tercer pecado capital es la cooptación del Estado por parte de familias, clubes, monopolios económicos, mafias y gánsteres. Es la regla universal, con muy pocas excepciones. En Colombia, desde mediados del sexto decenio del siglo xx las mafias del narcotráfico y el paramilitarismo penetraron todos los sectores de la sociedad y las instancias del Estado. Ningún sector de los grandes capitales dejó de beneficiarse con los negocios de las mafias del narcotráfico. Es imposible establecer el orden, pero todos a cuál más se peleaban los dólares convertidos en pesos o en simples fajos verdes. El sector bancario y todo el sistema financiero, quizá fue el primer renglón de la economía en no dar abasto para recibir las toneladas de dinero en rama. Todas las autoridades de algún modo tenían que ver con Pablo Escobar —ejército, policía, jueces, agentes del das, magistrados, ministros, órganos de control, legisladores, constituyentes—, siempre estuvieron tras él, pero para lucrarse de su dinero a cambio de dejarlo operar a sus anchas. La exigua minoría de esas autoridades que investigaron sus crímenes y las pocas personas que lo enfrentaron política o socialmente fueron asesinadas.
El abuso del lenguaje
Si al comenzar el siglo xxi algún grado de legitimidad le quedaba al Estado cooptado por el capitalismo neoliberal, con el abuso del lenguaje, que es el décimo cuarto pecado capital, ha desaparecido totalmente. Apenas al finalizar el siglo xx, el lingüista y filósofo Noam Chomsky, se encargó de estudiar el lenguaje y el conocimiento en la obra de Platón[16]. El ateniense, que no solo es el pensador político por excelencia, también se ocupa del lenguaje. En efecto, seis de sus diálogos tratan de este asunto: Eutidemo, Teeteto, Sofista, Gorgias, Fedro y Crátilo. Es en este último donde Platón habla del lenguaje como un problema del conocimiento. Aquí, se refiere a la adecuación del lenguaje con la realidad, lo que pone de manifiesto que el problema real no es lingüístico sino epistemológico: no de la exactitud del lenguaje en general, sino de la exactitud de los nombres.
De acuerdo con Platón, la palabra no es sino un instrumento, un vehículo, un medio para transmitir el conocimiento, las ideas, los afectos que el ser humano tiene en su inteligencia, en su alma. Si las cosas no andan bien en su inteligencia, la palabra destruirá de varias maneras: por ambigüedad, por complejidad de las ideas, por el lenguaje figurado, por la rabia y por la falacia. Las dos últimas pasiones son las más peligrosas en el uso del lenguaje. Con rabia se destruye al ser amado, con la falacia y el engaño se destruyen los pueblos. Cuando de mala fe los hombres transmiten falacias, de tanto repetirlas para imponérselas a los demás, terminan por creerse sus propias mentiras. Es lo que hicieron Bush, Blair y Aznar con el cuento de las armas de destrucción masiva que poseía Husseim, para justificar la invasión a Irak.
Si los hombres y las mujeres se malentienden no es por culpa de las palabras, sino por el mal uso que de ellas hacen. En el mundo político una de las maneras de destruir al contendiente, al disidente, al contestatario es homogenizarlo, uniformarlo, igualarlo, asignándole un nombre, un epíteto, una palabra que de hecho lo estigmatice. En distintas épocas de la historia, quienes han dominado la sociedad y se han apoderado de las palancas de los imperios y de los Estados, han recurrido a ciertas palabras para estigmatizar y excluir a quienes no aceptan sin discusión sus puntos de vista: pagano, hereje, izquierdista, comunista, terrorista.
El coronavirus ha servido también para desnudar el propósito de los “prohombres” de esta época —¿o más bien los grandes bandidos? — de cambiarle de nombre a las cosas, para que no retraten la realidad, sino para que digan algo distinto. Tres casos son bien ilustrativos: Johnson, Trump y Bolsonaro. Los tres han luchado por cambiarle de nombre al coronavirus —gripita, resfriado—, para quitarle poder a esa pandemia, a efecto de que sus intereses políticos o económicos no sufran mengua. Antes de que el coronavirus apareciera, los tres, y otros cincuenta gobernantes de igual número de países, y sus medios de comunicación, hicieron ingentes esfuerzos para imponer una palabra en la inteligencia del mundo entero, y así cambiar la realidad: hacer creer que un chico bacán y amigo de los paramilitares colombianos es el presidente de Venezuela.
Los gobernantes colombianos y sus élites son campeones en tergiversaciones del lenguaje. Entre 2002 y 2010, fue cuando más se abusó de esta herramienta. A un ejército paramilitar, cuyo propósito era abrazarse con las élites gobernantes y con las tropas del Estado —para robarles las tierras a los campesinos, asesinarlos, desplazarlos o desaparecerlos, así como para eliminar intelectuales, maestros, sindicalistas, investigadores y población civil— se le dio el carácter de movimiento político, como si fuera una guerrilla, a sabiendas de que la insurgencia tiene el objetivo contrario: ir en contra del Estado, sus élites y sus gobiernos, para propiciar cambios estructurales.
El abuso del lenguaje se ve también, con el nombre que les dan a los partidos políticos, para confundir y engañar. Es una estafa a sus militantes y a la sociedad en general. ¡Cómo se atreven a matricular un partido de extrema derecha con el nombre de Centro Democrático! El ardid es tan ramplón, que su símbolo es la silueta de su fundador, caudillo y jefe eterno. Otro grupo de personas, también de derecha, en el más claro abuso del lenguaje, le dan a su partido el nombre de Cambio Radical, cuando no es ninguna de las dos cosas, sino todo lo contrario: el aseguramiento del más puro statu quo.
Hoy, se regresa a esos ominosos años, y se pretende convertir el Centro de Memoria Histórica, cuya esencia es guardar la memoria de las víctimas, en vocería de sus victimarios. Eso, es poner una cosa donde está escrita una palabra que simboliza todo lo contario: donde está la palabra vida, poner un cadáver; donde está la palabra noche, dibujar el sol; donde está la palabra paz, poner una ametralladora. Para cumplir ese papel han nombrado un hombre culto, Darío Acevedo. Pero es tan violenta su actitud que ha perdido toda credibilidad ante la opinión pública, y él que es inteligente, también posa de víctima y dice: “Me han tratado prácticamente como un hereje”[17]. Por supuesto que no es un hereje, pero la tarea que tiene que cumplir para obedecer a Uribe/Duque, es tan agresiva e implacable que lo hacen ver como el más vulgar de los herejes.
II. Después
Los cambios que se avecinan
Ningún acontecimiento natural de hondo calado, como una pandemia, deja a la humanidad en las mismas condiciones en que la encontró. Alguna marca le ha de dejar, y la que hoy estamos viviendo no va a ser la excepción. Una mención rápida a las consecuencias más notorias que las distintas pestes de la Historia trajeron a las sociedades de sus épocas puede servir para ilustrar los cambios que se esperan de la crisis que vivimos ahora.
La peste más antigua de que se tenga noticia es la ocurrida en el marco de la guerra de Troya, acaecida hacia el año 1200 antes de nuestra era. De esa peste no se sabe exactamente qué cambios produjo. Conforme al texto homérico, Apolo, “irritado contra el rey, una maligna peste suscitó en el ejército, y perecían las huestes”[18]. Sin embargo, la peste le prestó una ayudita a los troyanos, de acuerdo con este verso: “La guera y la peste juntas van a doblegar a los aqueos”[19].
Una segunda peste de la antigüedad es la que nos narra Tucídides en su Guerra del Peloponeso. Fue la peste de Atenas, que ingresó a la ciudad por el puerto del Pireo, introducida, sin duda alguna por las tripulaciones de los barcos. Se originó en Etiopía, pasó a Egipto y luego a Libia. “Nada podían hacer los médicos por su desconocimiento de la enfermedad que trataban por primera vez; al contrario, ellos mismos eran los principales afectados por cuanto que eran los que más se acercaban a los enfermos”[20].
El propio Tucídides enfermó de la peste de Atenas, y describe los síntomas así: “Con una intensa sensación de calor en la cabeza y con un enrojecimiento e inflamación en los ojos; por dentro, la faringe y la lengua quedaban enseguida inyectadas, y la respiración se volvía irregualar y despedía un aliento fétido. Después de estos síntomas, sobrevenían estornudos y ronquera, y en poco tiempo el mal bajaba al pecho acompañado de una tos violenta; y cuando se fijaba en el estómago, lo revolvía y venía vómitos con todas las secreciones de bilis que han sido detalladas por médicos, y venían con un malestar terrible”. Los síntomas también podían incluir diarrea y afectación en los órganos genitales y en las manos y los pies. “Algunos incluso perdiendo los ojos. Otros, en fin, en el momento de restablecerse, fueron víctimas de una amnesia total y no sabían quiénes eran ellos mismos ni reconocían a sus allegados”[21]. Dos particularidades más. En primer lugar, “la enfermedad no se extendió al Peloponeso, sino que se fue cebando sobre todo en Atenas”. En segundo lugar, la epidemia duró dos años: 430-429 antes de nuestra era; se apaciguó durante unos dieciocho meses para resurger con más fuerza en el año 427.
¿Qué consecuencias produjo la peste de Atenas? Según lo describe Tucídides, los cambios fueron de tipo social, moral y penal. Desde el punto de vista social, los pobres que eran la mayoría, tan pronto se moría algún rico se apoderaban de sus bienes. Eso constituía una inmoralidad, según el autor. “La epidemia acarreó a la ciudad una mayor inmoralidad. La gente se atrevía más fácilmente a acciones con las que antes se complacía ocultamente, puesto que veían el rápido giro de los cambios de fortuna de quienes eran ricos y morían súbitamente, y de quienes no poseían nada y de repente se hacían con los bienes de aquellos. Así aspiraban al provecho pronto y placentero, pensando que sus vidas y sus riquezas eran igualmente efímeras. Y nadie estaba dispuesto a sufrir penalidades por un fin considerado noble, puesto que no tenía la seguridad de no perecer antes de alcanzarlo”[22].
En el devenir histórico se encuentra la peste de Justiniano, que afectó al Imperio Romano o Imperio Bizantino, acaecida entre los años 541 y 750 de nuestra era, que produjo entre veinticinco y cincuenta millones de muertos. La pandemia fue recurrente en los puertos del Mediterráneo, hasta aproximadamente el año de 750. La causa más aceptada de esa pandemia fue la peste bubónica, que posteriormente también causaría la peste negra, en el siglo xiv. Aunque estudios realizados en 2011 señalan que se trata de agentes patógenos diferentes, otras investigaciones indican que ambas enfermedades serían variantes de la peste bubónica, pero provenientes de cepas distintas.
La peste de Justiniano trajo consecuencias catastróficas al Imperio Bizantino, que para entonces afrontaba varios conflictos bélicos. Disminuyeron los ingresos por impuestos, porque la gente quedó muy pobre; se paralizaron las actividades comerciales y se devastaron grandes asentamientos y núcleos urbanos, así como extensas zonas dedicadas a la agricultura, actividad que era vital para el desarrollo del imperio, y cuya ausencia causó grandes conflictos. La rata negra, uno de los vectores propagadores de la epidemia, se sentía atraída por los cultivos de los campos o por los graneros donde se guardaban las cosechas. La gente por temor al contagio abandó sus cultivos y ganados, así que los campos quedaron asolados. El imperio perdió entre el 13% y el 26% de su población, por lo que durante los siglos vi y vii, muchas ciudades y villas quedaron sin habitantes. La epidemia ayudó al declive de los mercados urbanos, así como a la reducción de las comunicaciones entre el gobierno y grandes sectores de Asia Menor, las zonas más ricas del imperio. Las ciudades dejaron de ser seguras, pues el imperio no pudo contener las invasiones como lo había hecho antes de la epidemia.
Ocho siglos más tarde —en 1341— comienza en Asia y se extiende por Europa la Peste negra (Yersinia pestis), a través de las rutas comerciales, siendo los agentes transmisores los marinos. Se estima que entre el 30% y el 60% de la población de Europa, unos 25 millones de personas, murió, entre el comienzo del brote, en 1341, hasta la mitad del siglo xiv, y unos sesenta millones en África y Asia. Algunas localidades fueron despobladas totalmente, y los pocos sobrevivientes huyeron, llevando la enfermedad a lugares más lejanos. La gran pérdida de población trajo cambios económicos, basados en el incremento de la movilidad social, pues los campesinos que ya estaban debilitados abandonaron sus tierras tradicionales. La peste provocó la contracción del área cultivada en Europa, lo que a su vez hizo disminuir la producción agraria. La escasez de mano de obra, trajo innovación y ayudó a poner fin a la Edad Media, por lo que los marxistas le atribuyen a la peste negra la crisis del sistema feudal.
En estos días se ha hablado mucho de la pandemia que sobrevino quinientos setenta y siete años después de la peste negra: de la llamada gripa española. El enfermo cero de ese virus fue Gilbert Michell, cocinero de Fort Riley, Kansas, Estados Unidos, quien ingresó al hospital el 4 de marzo de 1918. La peste se propagó hasta 1920 y entró a Europa por Francia, siendo sus agentes transportadores las tropas estadounidenses de la Primera Guerra Mundial. Los estudiosos no se han puesto de acuerdo en el número de muertos, pero lo sitúan entre cuarenta y cien millones de personas. La pandemia, de manera inmediata, en la geopolítica produce un cambio: la censura de prensa. Ni los aliados ni los alemanes querían alarmar a sus tropas, por lo que prohibieron la información, y como España era neutral fue el país que comenzó a dar la noticia. De ahí, se deriva su nombre. La pandemia trajo también un cambio de mediano plazo: la invención de la vacuna contra la gripa. Sus primeros estudios comenzaron en 1931 y se estrenó en los años cuarenta, en la Segunda Guerra Mundial.
Cien años después de la gripa española el coronavirus nos encierra, nos atemoriza y exalta nuestra imaginación para exclamar que después de esta pandemia el mundo no será igual[23]. Esa es la opinión general. “Es la oportunidad perfecta para cambiar el rumbo”[24]. “Una sociedad así no es viable a largo plazo. Esto lo está poniendo en evidencia el coronavirus”[25]. “Estoy convencido de que después de este episodio de vida, uno no puede ser la misma persona. Es una marca indeleble”[26]. “La consecuencia más estructural de la pandemia va a ser el regreso del Estado como actor esencial de las sociedades”[27]. “¿Será que el coronavirus cambiará la actitud de los líderes políticos del mundo de hacer muy poco frente al cambio climático o modificará la inaceptable posición ética de algunos mandatarios que, como Trump o Bolsonaro, niegan su existencia?”[28] “Algo nos está diciendo que cambiar es necesario, y que ese cambio tiene que incluirnos y cobijarnos a todos”[29]. “Si el capitalismo tiene posibilidad de sobrevivir en esta crisis […] deberá convertirse en una ideología menos inclemente”[30]. “Pienso por momentos que sí, que tenemos que cambiar; pero no estoy seguro”[31]. “Nada será como antes […] Un sistema de salud como el colombiano […] tiene que pasar por un cambio de fondo”[32].
Hay personas menos optimistas que señalan que “cuando salgamos del coronavirus estaremos más que nunca en manos de los banqueros y expuestos a sus abusos de poder”[33]. En fin, también hay políticos que formulan cambios concretos: “Después de esto, la ley 100 tiene que desaparecer, tenemos que montar un sistema de salud pública fuerte. Este no va a ser el último virus y, por tanto, las condiciones de normalidad que teníamos antes se acabaron. Tenemos que vivir de otra manera”[34].
El filósofo Edgar Morin se muestra un poco perplejo, y señala que lo que se vive ahora es una crisis antropológica, pero que como no ha terminado la pandemia no se pueden predecir soluciones. “Vivimos una interdependencia generalizada, una comunidad de destinos sin solidaridad […] Cada uno de nosotros lleva en sí la ignorancia, lo desconocido, el misterio, la locura, la razón de la aventura más que nunca incierta, más aterradora, más que nunca exaltadora”[35]. Pero hay también pensadores que encabezan la lista de los optimistas, para quienes se avecinan cambios ya. Solo tres, para no recargar a los lectores con tantas citas: el que se hizo pasar por el editorialista de The Washington Post, Serge Halimi y Paul Mason. Es una tripleta a la que uno quisiera acompañar.
Quien se hizo pasar por el editorialista de The Washington Post, es muy radical y sin ambages plantea la disyuntiva: “O muere el capitalismo salvaje, o muere la civilización humana […] La danza del capitalismo salvaje va dejando por su paso, la destrucción acelerada de los recursos naturales del planeta […] La nueva pandemia ha quitado el velo ilusionista, y el maquillaje hipócrita de la civilización […] porque su sistema de salud expiró en los brazos del capital privado, haciendo de la salud una mercancía […] La realidad ha quitado el efecto de la anestesia del capitalismo salvaje, y ha tirado sus cartas sobre la mesa. Ha llegado la hora de replantear y humanizar este modelo económico”.
El director de Le Monde Diplomatique, Serge Halimi, propone de manera inmediata, una coalición de ruptura con el capitalismo: “Una vez que esta tragedia haya quedado atrás, ¿todo volverá a ser como antes? Cada una de las crisis de los últimos treinta años alimentó la esperanza irracional de una toma de conciencia, un regreso a la razón, un freno […] Más vale no depender de los gobernantes responsbles de la catástrofe, incluso si esos pirómanos se ponen melindrosos […] El proteccionismo, la ecología, la justicia social y la salud son solidarios entre sí. Se trata de elementos clave para una coalición anticapitalista lo bastante fuerte como para exigir, ya mismo un programa de ruptura”[36].
El periodista y escritor inglés Paul Mason señala que, así como la peste negra del siglo xiv eliminó el feudalismo, después del coronavirus será el turno para eliminar el capitalismo. “En el siglo xiv, una vez que terminó la fase de muerte masiva de la plaga, las élites feudales intentaron reimponer sus viejos privilegios y tradiciones y lógica económica, en una población que acababa de vivir el evento más traumático imaginable […] En aquel entonces, dio lugar a la revueltas inmediatas de los campesinos en Inglaterra […] Aunque las revueltas posteriores a la peste fallaron, condujeron a un cambio permanente de mentalidad entre las masas […] Si la gran plaga del siglo xiv provocó una imaginación posfeudal, es posible, y deseable, que esta provoque una imaginación poscapitalista. Y rápido”.
Nada cambiará si no separa lo público de lo privado
Es imposible no estar de acuerdo con los tres últimos pensadores citados. Sencillamente, la civilización no es compatible con el capitalismo salvaje, por eso hay que atajarlo con una coalición anticapitalista ya mismo. Y, claro, es posible y deseable que el coronavirus provoque una imaginación pos-capitalista. La pregunta es, ¿quién le impone la civilización al salvajismo del capital? ¿Cómo puede el Estado ocuparse de lo público, si quienes se ocupan del Estado son los dueños de la empresa privada y van tras él, solo movidos por sus propios intereses que los amasan con avaricia? ¿Cómo pedirle a los pirómanos que apaguen el incendio? A ellos no se les puede creer, aunque se pongan melindrosos. Los líderes de esos cambios no pueden ser los Johnson, ni los Trump, ni los Bolsonaro, porque ellos son “unos bufones sociópatas”[37]. Tampoco pueden ser aquellos que con mentalidad subalterna gobiernan Estados más pequeños y débiles. Pero, desgraciadamente, estamos en sus manos. El capitalismo no va a cambiar por una pandemia. “Los que podemos relativamente cambiar somos los humanos, empezar a ver ciertas cosas con otros criterios”[38].
¡Qué más quisiéramos! Poder dictar un decreto para parar el capitalismo salvaje e instaurar la civilización, como lo proclama el pensador que se hace pasar por editorialista de The Washington Post. ¡Qué más quisiéramos! Armar una coalición con un programa de ruptura ya, como lo propone Serge Alimi. ¡Qué más quisiéramos! Ordenar por otro decreto que el coronavirus derribe el capitalismo e instaure el socialismo, como lo ve posible y deseable Paul Mason. Pero ¿quiénes dictan los decretos? Por ahora estamos en manos de los grandes bandidos. Ellos saben quiénes somos, cómo nos llamamos, dónde vivimos, cómo vivimos, quién es nuestra familia y qué comemos. Todo aquel que tenga un teléfono móvil, una tarjeta de crédito, un carro, una vivienda, una cuenta bancaria, todo aquel que haga un mercadito en uno de esos grandes espacios del capitalismo salvaje, está en sus manos. Pero quien carece de estas cosas para vivir, el pobre, el miserable, con la crisis del coronavirus también cayó en manos de los grandes bandidos, pues para recibir la más mísera ayuda del Estado, tuvo que dar todos sus datos, y hasta de pronto abrir una cuenta bancaria. Estamos en sus manos, porque la era digital también está dominada por ellos.
Pero, aun así, a sabiendas de que esa es la realidad, quienes se identifiquen con los puntos de vista de los tres pensadores citados, tienen que librar el debate y propiciar las acciones para convertir las utopías en soluciones tangibles.
Según la concepción que tengan del Estado, en relación con las personas y con la sociedad, los gobernantes se mueven en medio de dos grandes valores: de una parte, un interés egoísta, mezquino, particular, personal, individual y privado, y un interés altruista, noble, general y público.
Si los ideales, fines y propósitos del Estado se conciben para que sirvan el interés privado, todos los bienes, servicios, acciones e instrumentos con que opera el Estado los quiere el gobernante para sí, para su grupo familiar o para el sector económico o social al que pertenece o representa. Y desea todos esos bienes, no solo para satisfacer sus necesidades básicas, y aun las suntuarias, sino para alcanzar y concentrar todo, sin ningún límite. Así es la ambición de riqueza y de gloria: pasional e insaciable.
Por el contrario, si los ideales, fines y propósitos del Estado se conciben para servir el interés público, los bienes y servicios, serán solo utilizados para llevar el bienestar de todos los sectores de la sociedad y de todos los individuos de la nación. Es la contrapartida del interés particular. Es la otra cara de la moneda y surgió como preocupación, para tratar de equilibrar en lo posible, la fuerza demoledora del interés privado. El interés público se halla más acentuado en algunos pensadores y gobernantes, y de no ser por la lucha librada por estos, desde diferentes flancos, para defenderlo, el destino de la humanidad sería peor. De esta manera, el interés público obra siempre como catalizador, como bálsamo, como freno, como atenuante del interés privado.
Entre esos dos polos —interés privado e interés público—, se han movido los hombres y mujeres como un péndulo en el reloj de la historia universal. Y con esa concepción han manejado y manejan el Estado. Y han utilizado sus palancas, desde las más poderosas, porque alcanzaron la máxima jerarquía, como faraones, reyes, presidentes, legisladores, magistrados, generales, hasta los más simples instrumentos de poder, porque tan solo han logrado ejercer los oficios menores en la función pública. Bajo el manto de ese interés privado se han dado los grandes procesos de corrupción, los grandes crímenes de Estado, las grandes bufonadas y las grandes conflagraciones de la humanidad. En suma, las grandes y permanentes crisis del Estado, obedecen a la mixtura de intereses con que los gobernantes han dirigido el Estado, y a la paciencia de los súbditos que lo hemos admitido.
La crisis del Estado se acentúa si se admite la mixtura de estas dos clases de intereses, como sucede si el propietario de la empresa privada —personal, societaria o monopólica—, puede saltar fácilmente a dirigir el Estado y viceversa, porque existe una puerta giratoria que así lo permite. Puntualizando se ve mayor claridad el asunto:
1º. Siempre se ha hablado de frenos y contrapesos, para referirse al equilibrio que debe existir entre las tres ramas de poder público, o gobierno mixto, cuya idea es muy antigua. Arrancó con el célebre diálogo de los tres herederos de Cambises: Otanes, Megabyzo y Darío, en el siglo vi antes de nuestra era. Pasó por Platón, Aristóteles y Polibio, y llegó a Montesquieu, quien la estructuró de manera didáctica, en su obra Del espíritu de las leyes. Ese juego de frenos y contrapesos es un inofensivo juego de niños. El verdadero equilibrio de frenos y contrapesos está en que unos sean dueños del poderoso peso de la empresa privada, y otros le pongan los frenos y contrapesos, desde la dirección de lo público.
2º. Mientras el interés público no se separe del interés privado todos los premios Nobel de economía y los candidatos a obtenerlo, podrán romperse la cabeza inventando fórmulas de equidad y de redistribución de la riqueza, pero esos dos valores —equidad y redistribución— jamás llegarán. La ecuación es sencilla: poder político + poder económico no puede ser = a favorecer a los pobres. Necesaria y lógicamente tiene que ser, sí y solamente sí, = a favorecer a quienes tienen la sartén por el mango.
3º. Permitir que la empresa privada, sus dueños, voceros o testaferros dirijan el Estado es legalizar de por vida la desigualdad. ¿Por qué? La respuesta también es sencilla. ¿Qué hace un presidente-mercader como Trump? ¿Qué hizo un presidente-terrateniente como Uribe? ¿Qué hizo un ministro con ambición de negocios como Carrasquilla? Todos a cuál más, crear los instrumentos jurídicos para favorecer sus negocios.
4º. El Estado no necesita expropiar ningún bien privado —haciendas, bancos, fábricas, inmuebles—. Quien haya optado por el interés privado, puede convertirse en ídolo del mercado, con la obligación de pagar impuestos justos, sin gabelas ni exenciones. Eso es legítimo: que haga negocios y compita con sus pares privados. Lo que no es legítimo es que, habiendo escogido el capital privado como opción de vida y sentimientos morales, pueda saltar y asaltar el Estado, para ponerlo al servicio de sus intereses personales o corporativos.
5º Stiglitz dice: “Antes que una reforma económica habrá que hacer una reforma política”[39]. Esa reforma política de la que habla el Nobel de economía 2001, pasa necesariamente por separar lo público de lo privado.
Lograr la separación de esos dos tipos de interés no es tarea fácil. Tampoco lo es determinar por decreto que los más de 20.000 oficios que hoy mueven la sociedad sean estatizados, y que se instaure el socialismo de manera inmediata. Si bien la peste negra propició la revuelta de los campesinos en Inglaterra, como nos lo cuenta Mason, y con ello se dio el primer paso para la quiebra del feudalismo, ese régimen permaneció en Europa por cuatro siglos más, durante los cuales sobrevinieron el Renacimiento, la revolución comercial, la revolución intelectual, la revolución industrial, la revolución agrícola, y luego sí la consolidación del capitalismo. Ese capitalismo neoliberal que ahora nos ahorca, no se instauró de la noche a la mañana con un solo decreto. Todo fue un proceso, en el que se dieron distintas fases: capitalismo comercial, industrial y financiero. El día en que la banca de inversión dominó la industria, ese día todos quedamos apercollados[40] —los que algo tenían y los que no también—, porque los Luis Carlos Sarmiento Angulo de la época, les dijeron a los Uribe/Duques de su momento, qué debían hacer y no hacer, como sucede hoy.
Pero no podemos decirles desde ahora a los que sobrevivan a la pandemia del coronavirus que se esperen cuatro siglos a ver si cae el capitalismo salvaje y se instaura otro régimen más benigno, como puede ser el socialismo. Hay acciones concretas que se deben hacer en el día uno después de la pandemia: volver a la calle. “En 2020, el mundo está en un punto de inflexión social, los científicos y la sociedad civil deben alzar conjuntamente sus voces y hacer todos los esfuerzos para garantizar que sigamos la dirección correcta”[41]. Desde todo espacio abierto, con toda la fuerza y el aire de los pulmones se debe lanzar un grito de dolor y de esperanza por la humanidad, para pedir de inmediato, que se separe lo público de lo privado y que al menos tres oficios, de los más de veinte mil que hoy desarrollan las sociedades, vuelvan a manos del Estado: educación, salud y servicios públicos.
Educación
El Estado debe asumir el derecho fundamental a la educación, en todos los niveles: desde el preescolar hasta el superior, incluyendo la investigación científica. “Cada peso que se invierta en educación pública de calidad, en apoyar la investigación científica, se multiplicará para darle beneficio a todos”[42].
Que el Estado asuma la educación, ¿para enseñar qué? Aparte del menú curricular que han dejado los pedagogos durante los últimos dos mil quinientos años, y lo que propongan todos los educadores y filósofos de hoy, lo más urgente del contenido de la educación, son dos temas: una aproximación a la verdad y la distinción entre el interés público y el interés privado. Conociendo la esencia de esas dos cosas se habrán construido los cimientos de todo lo demás.
Como la verdad varía, aun en cuanto a los principios de las ciencias físicas y naturales, es necesario enseñarle a los niños —hombres y mujeres— a pensar, a analizar y a descubrir nuevas verdades. La verdad de las ciencias sociales también puede variar y, por consiguiente, debe tener discusión y análisis. Y para descubrir la verdad hay que formar al niño y al joven. Antes que proporcionarle cualquier dato o información, al niño se le debe enseñar el origen del mundo y sin ningún engaño se deben exponer las dos grandes teorías sobre este asunto: la teoría o leyenda creacionista, contemplada en la Biblia, y la teoría evolucionista. Y en este sentido, tan importante es la vida de los profetas, futurólogos, apóstoles y pensadores religiosos como la de los científicos que consagraron todas sus energías, su paciencia, su juventud y sus recursos a investigar la verdad.
Desmitificar a los ídolos de barro es tarea de la educación. Es bueno que se cuenten las distintas versiones de la historia, y en lo que respecta a los gobernantes, que no se despierten entusiasmos por arquetipos errados, mentirosos o falsos. En esto no podemos llamarnos a engaño, ni engañar a las generaciones que van surgiendo a la vida de la sociedad. La verdad real, la verdad indiscutible, la que todos los días padecemos, es que un segmento muy importante de la población mundial está por debajo de la línea de miseria absoluta y que no se halla en esa condición y muriéndose de hambre por castigo divino, aunque así lo expliquen unos truhanes disfrazados de pastores.
La enseñanza de la historia debe partir de decirle al niño, en su más temprana edad, que el mundo casi nunca ha estado dirigido por personas preocupadas por el interés público, pues entre los gobernantes ha habido muchos criminales, que han aprovechado el Estado para satisfacer sus intereses y pasiones personales. Para ser rigurosos en esta apreciación: jamás han gobernado los pobres, los buenos —que sí los ha habido—, muy pocas veces [43]. Casi todos los que han gobernado durante los últimos cinco mil años, han sido incapaces de solucionarle los problemas a la humanidad. Al contrario, le han causado mucho daño. ¿Cómo? Matando, robando, depredando, esclavizando y enseñando mentiras. Esto es lo que hay que enseñar: simplemente la verdad que hoy conocemos. Si mañana se descubre otra verdad, esa es la que se debe enseñar. Muy importante sería que cada Estado, en cada escuela, en cada colegio, en cada universidad, tuviese dos galerías o dos películas: una nacional y otra universal. Y que cuando fuera a enseñar la historia se tuviera el valor, el coraje y la sinceridad de decirles a los alumnos: “Estos individuos que veis ahí son los que le han causado el mayor daño a la humanidad”, o “a nuestro país”, según el caso.
Quizá con ese procedimiento se podría invitar a los exgobernantes y a sus herederos a pedirles perdón a sus compatriotas y a la humanidad entera, como en su momento lo hizo el Papa Wojtyla, por los crímenes cometidos por la Iglesia, durante dos milenios. ¿Cuántos gobernantes y exgobernantes o cuántos de sus herederos serán capaces de pedirle perdón a la humanidad por los crímenes cometidos por sus mayores? Si lo hicieran, ¿de cuántos genocidios y de cuántos robos a los bienes de la humanidad se autoacusarían?
¿Por qué no decirles a los niños a los jóvenes que Stalin, efectivamente, revolucionó la agricultura y la industria rusas, construyó el Metro de Moscú —el mejor del mundo—, y con su poderoso Ejército Rojo trancó a Hitler, pero que ejecutó a cientos de sus opositores innecesariamente? ¿Por qué no decirles a los niños y jóvenes que J. F. Kennedy no ganó la candidatura a la presidencia de los Estados Unidos por su programa y por su carisma, sino porque su padre, Joseph Kennedy, compró a los delegados de Virginia del Oeste[44] para alcanzar la postulación?
Es indispensable decirles a los niños y jóvenes que los criminales son tales con corona o sin ella. La diferencia está en el poder que ostenta el criminal coronado y en la cuadrilla de criminales que puede tener a su servicio por cuenta del Estado. Hay que enseñarles a los niños y a los jóvenes que es más peligroso un malhechor inteligente y preparado que uno mediocre e ignorante. Los más atroces delitos y la extrema maldad no provienen de una personalidad mediocre, sino de una personalidad vigorosa que se ha corrompido por la mala calidad de la educación y el medio ambiente general.
Es importante enseñar la historia política, porque los niños y los jóvenes de hoy saben que los políticos de ahora mienten, estafan y roban, pero no saben que los del pasado también fueron así. Los niños y los jóvenes en verdad creen que el mundo comienza y termina con las hamburguesas, con los presidentes y los reyes de los grandes imperios del mundo contemporáneo, con los ídolos actuales de la música o el deporte, porque de eso se encarga la televisión y las redes sociales.
Como un complemento de la verdad de la historia política, es imprescindible que se les enseñe a los niños, desde los primeros años de escuela e incluso desde el hogar, que los gobernantes han actuado y actuarán así mientras no se haga una clara y vertical separación entre interés público e interés privado. ¿Por qué? Sencillamente porque debido a esa falta de análisis, los hombres más audaces han llegado a dirigir el Estado, con el propósito de llenar sus bolsillos, sin importarles el interés público o bien de todos los miembros de la sociedad. Como este es, en verdad, el meollo de la crisis de la sociedad y del Estado, la distinción entre el interés privado y el interés público debe ser el tema central de la enseñanza primaria y secundaria.
Entre los quince y dieciocho años de edad, el joven ya debe tener absolutamente claro cada uno de estos dos tipos de interés y debe haberse decidido por alguno de los dos. Es decir, el joven, después de analizar las ventajas y las desventajas de cada uno, los riesgos que conlleva, las posibilidades que tiene, debe escoger u optar por uno de los dos, porque ese será el que va a defender por el resto de su vida. Si ha optado por el interés privado, su meta será la empresa privada, el sector empresarial, la acumulación de riqueza, el mercado libre, etc.
Si escoge el interés público, su actividad estará orientada hacia el manejo del Estado, en todas las áreas de la administración pública, desempeñando desde los oficios operativos hasta las más altas responsabilidades o magistraturas, sin descuidar la enseñanza acerca de la población del mundo y de su respectivo país, de la geografía, de los recursos naturales, las materias primas, etc. Pero que no pueda dejar la dirección del Estado y saltar a la empresa privada, llevando información privilegiada, o peor aún, a ejecutar las normas favorables a la empresa, que él mismo como alto funcionario del Estado dictó o patrocinó para que el legislativo las dictara.
Solo si esa distinción —lo público de lo privado— se hace podrá esperarse que la crisis del coronavirus traiga los cambios estructurales esperados. Solo así se puede asegurar que el Estado no se utilizará como instrumento de enriquecimiento de los altos burócratas oficiales, y se habrá salvado la organización política de la sociedad.
La salud
Si algo ha quedado claro con esta pandemia es que, haber convertido el derecho fundamental de la salud en una mercancía, fue un crimen de lesa humanidad. Ni siquiera países con un alto grado de desarrollo sanitario como Francia, Italia y España estaban preparados para atender una pandemia como la actual. En Inglaterra los respiradores artificiales no alcanzan y los médicos tienen que decidir quien vive y quien muere. En Estados Unidos, en cambio, si a los pacientes no los mata el virus, si los puede matar de un infarto el monto de la factura. En Colombia la estrategia neoliberal fue quebrar los hospitales públicos para cerrarlos —el Federico Lleras de Ibagué y el Departamental de Villavicencio, son apenas dos casos—, y así dejarles el camino despejado a las eps, que se convirtieron en una fábrica de hacer dinero. ¿Qué autoridad moral y qué legitimidad tienen esos negocios gigantescos en esta hora de crisis, que ni siquiera tenían los recursos técnicos y científicos para atender con eficiencia a sus clientes —que no pacientes— de la medicina prepagada? ¿Qué grado de legitimidad tiene el Estado frente a esos negocios gigantescos, cuyos médicos y auxiliares carecen de un contrato de trabajo y de los elementos de protección para evitar ser contagiados? Por eso, un sistema de salud pública universal y sólido, con medicina familiar, es la solución.
Servicios públicos
El agua, el fluido eléctrico, el gas y el teléfono, por ser servicios que satisfacen necesidades colectivas, —que deben ser prestados de manera eficiente, oportuna, continua a todos los habitantes del territorio de un país—, son en sí mismo derechos fundamentales, luego deben estar en manos del Estado. Estos derechos, que su propio nombre lleva al imaginario el concepto de lo público, no pueden estar en manos de la voracidad de los mercados privados. Esos derechos que, por ser fundamentales, como el de la educación y la salud, no pueden hacer parte de las grandes cadenas de negocios especulativos del sector privado. ¿Si los servicios públicos no se enmarcan dentro de lo público, entonces qué es lo público? De todos los demás oficios que se encargue la empresa privada, pero que los servicios públicos sean del resorte del Estado. Que hay que modificar la constituciones de todos los países del mundo, porque todas dicen que los servicios públicos pueden ser prestados por las empresas privadas, pues que se modifiquen ya, pero que no se siga jugando con las necesidades apremiantes de los seres humanos, que necesitan agua, fluido eléctrico, gas y comunicarse con sus semejantes para vivir.
Las esperanzas están en la tercera generación
Pero ni siquiera estos cambios tan simples —que tres oficios sean realizados por Estado— los podrán hacer los actuales gobernantes, porque es una generación agotada, que carece de imaginación para lo público. La ostentación de poder ante sus pares en las múltiples asambleas de mandatarios —del grupo de los 7, de los 8, de los 20, de las Américas, de Iberoamérica, del Pacífico Sur, de la otán, onu, de la oea, de la ocde, de Davos—, y la atención de sus asuntos privados —haciendas, bancos y negocios en la bolsa, clubes, ranchos y fábricas— los tienen embotados y les impide pensar en aquello para lo cual fueron elegidos: el interés público. “Líderes ignorantes como Bolsonaro y Trump ponen en peligro a sus naciones y, de hecho, a la población mundial”[45]. Las urgencias de la pandemia los ha puesto a correr, a estar reiterativamente en los medios de comunicación y a ponerse al servicio de los grandes pulpos económicos, por lo que “los gobiernos están siendo más el problema que la solución”[46]. Por eso, “se termina de desmoronar lo poco que quedaba de liderazgo estadounidense en los organismos internacionales”[47].
Tampoco serán los hijos de los pirómanos los encargados de apagar el incendio, porque están impregnados de sus mismas mañas y resabios. Los sueños, las ilusiones y esperanzas las pone el mundo de hoy en la tercera generación, que está incontaminada y pura. A esa tercera generación la que es imposible de halagar y comprar, porque no tiene precio, y solo ha tenido tiempo para soñar. Esa tercera generación que es capaz de vetar gobiernos corruptos y maestros mediocres. Esa tercera generación, nieta y heredera del mayo del 68, la que ha visto que le estamos robando el planeta y ha hecho su bautismo de ilusiones y de sangre en las calles del mundo —Europa, Asia, África y Latinoamérica— durante las dos primeras décadas del siglo xxi. De esa tercera generación que lucha porque lo público sea para el público, debemos esperar el cambio. “Los jóvenes han insistido ante los líderes políticos para que escuchen a los científicos”[48].
El poder es siempre perverso, malvado y criminal, por eso se necesita un contrapoder para que lo vigile y controle. La prensa es la llamada a ejercer ese contrapoder, pero como también hace parte de los pulpos económicos y, por la pauta, el poder político impone la censura, la esperanza está en la tercera generación: la generación de relevo[49]. “El cambio depende de la gente joven. Depende de cómo la población mundial reaccione […] Si no hay contrafuerzas el mundo que nos espera será de más muerte de niños y más destrucción del medioambiente ”[50].
Epílogo
Será larga a noche del coronavirus y al amparo de sus sombras se cometerán muchos crímenes. Pero, por más agresiva que sea la peste, no se puede permitir que los delitos se borren de la memoria de quienes sobrevivan al virus. Tampoco consentir que queden en la impunidad los crímenes cometidos por los gobernantes, sus mafias y gánsteres, que ejercieron el poder durante los últimos cuarenta años. No es que los anteriores no hayan delinquido, sino que muchos habrán muerto o sus delitos habrán prescrito. “No podemos olvidar de dónde venimos, dónde estamos y el camino que resta adelante, aunque el mundo entero esté en caos y la crisis del coronavirus colme todos los espacios noticiosos”[51].
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[1]CHOMSKY, Noam. “Los gobiernos no están siendo la solución, sino más bien el problema”, en El Tiempo, Bogotá, domingo 26 de abril de 2020, p. 1.16.
[2] PLATON. República. Libro II, 369c.
[3] La globalización no es patrimonio intelectual del capitalismo neoliberal. La especie humana soñó con un mundo universal. El propio Platón así lo concibió y lo dejó escrito.
[4] Ibídem, 371a.
[5] SAUCEDO, Lina. “Estamos viviendo un ‘tsunami’ sanitario”, en El Tiempo, Bogotá, domingo 12 de abril de 2020, p. 1.36.
[6] MAZZUCATO, Mariana. “La triple crisis del capitalismo”, en El Tiempo, Bogotá, domingo, abril 12 de 2020, p. 1.15.
[7] ANDRADE, Ángela. “La naturaleza antes y después del coronavirus”, en El Tiempo, Bogotá, domingo 29 de marzo de 2020, p. 1.25.
[8] SALA, Enric. “Salvar la naturaleza: es ahora o nunca”, en El Tiempo, Bogotá, domingo 22 de marzo de 2020, p. 2.1.
[9] VERA, Chema. “Ya no podremos seguir evadiendo el tema de la desigualdad”, en El Tiempo, Bogotá, domingo 26 de abril de 2020, p. 2.1.
[10]MALTHUS, Thomas Robert. Primer ensayo sobre la población. Barcelona, Grandes Obras del Pensamiento, No. 20, Altaya, 1993.
[11]Ibíd., p. 278. Malthus explica su teoría con base en datos tomados de una fuente de tercera mano, del doctor Price, quien a su vez los había tomado del doctor Styles, y hace mención de ellos en la nota 3 de sus fuentes.
[12] Geopolítica del hambre. Cuando el hambre es un arma. Informe 2000, prólogo de Jorge Semprún y Oliver Longué. Acción contra el hambre, Barcelona, Icaria, 1999, p. 25.
[13] LIGHT, Donald y otros. Sociología, México, McGraw-Hill, 1998, p. 551.
[14] RODRÍGUEZ BECERRA, Manuel. Nuestro planeta. Nuestro futuro. Bogotá, Debate, 2019, p. 25.
[15] BALLÉN, Rafael. Ilegitimidad del Estado. Reforma radical o revolución de la diversidad, 2ª Ed.,Bogotá, Temis, 2007, pp. 369-414.
[16] CHOMSKY, Noam. El lenguaje y los problemas del conocimiento. Madrid, Gráficas Rogar, SA, 1988.
[17] RUEDA, María Isabel. “Cara a cara”, El Tiempo, Bogotá, lunes 9 de marzo de 2020, p. 1.4.
[18] HOMERO. Ilíada, I,10.
[19] Ibíd, 60.
[20] TUCÍDIDES. Historia de la guerra del Peloponeso. II, 47,4.
[21] Ibíd., 49,8.
[22] Ibíd., 53, 2-3.
[23] Inmediatamente antes del coronavirus, la historia registra dos pandemias. El sida, que es descubierto en Estados Unidos en junio de 1981. Lo denominaron “peste rosa” por la aparición de unas manchas rojizas en la piel del infectado. Y, el virus H1N1, llamado “gripe porcina”, descubierto también en Estados Unidos, en abril de 2009. Sin embargo, estas dos pandemias son un juego de niños frente al Covid-19.
[24] PULGAR VIDAL, Manuel. “La gente está reconociendo el alto deterioro del planeta”, en El Tiempo, Bogotá, jueves 16 de abril de 2020, p. 2.1.
[25] GALLÓN GIRALDO, Gustavo. “Coronavirus e inequivirus”, en El Espectador, Bogotá, jueves 9 de abril de 2020, p. 16.
[26] GÓMEZ C., Silverio. “Muy difícil…pero puedo contarlo”, en El Tiempo, Bogotá, sábado 11 de abril de 2020, p. 1.15. (Fue contagiado pero le ganó la pelea al coronavirus).
[27] FOFERO TASCÓN, Álvaro. “¿Qué mundo dejará la pandemia?”, en El Tiempo, Bogotá, jueves 6 de abril de 2020, p. 17.
[28] RODRÍGUEZ BECERRA, Manuel. “Coronavirus y cambio climático”, en El Tiempo, Bogotá, domingo 5 de abril de 2020, p. 1.16.
[29] OSPINA, William. “La voz de Dios”, en El Espectador, Bogotá, domingo 5 de abril de 2020, p. 35.
[30] GARCÍA VILLEGAS, Mauricio, “La ética de la codicia”, en El Espectador, Bogotá, sábado 4 de abril de 2020, p. 17.
[31] GAVIRIA, Alejandro, “Lo que es insostenible tiene que parar”, en El Espectador, Bogotá, sábado 4 de abril de 2020, p. 3.
[32] HOYOS, Andrés. “Los cambios drásticos que vendrán˝, en El Espectador, Bogotá, miércoles 1 de abril de 2020, p. 17.
[33] DUZÁN, María Jimena. “Lo siento, todo puede ser peor”, en Semana, número 1980, Bogotá, 12 al 19 de abril de 2020, p. 23.
[34] PETRO, Gustavo. “Después de esto la ley 100 tiene que desaparecer”, en El Espectador, Bogotá, martes 31 de marzo de 2020, p. 9.
[35] MORIN, Edgar. “El humanismo regenerado”, en El Espectador, Bogotá, domingo 12 de abril de 2020, p. 15.
[36] HALIMI, Serge. “Ya mismo”, en Le Monde Diplomatique, edición Colombia, Bogotá, abril de 2020, p. 40.
[37] CHOMKY, Noam. “Los gobiernos no están siendo la solución, sino más bien el problema”, en El Tiempo, Bogotá, domingo 26 de abril de 2020, p. 1.16.
[38] MUJICA, Pepe. “Nos hemos dado cuenta de que el Estado es imprescindible”, en El Tiempo, Bogotá, domingo 26 de abril de 2020, p. 1.18.
[39] STIGLITZ, Joseph. Capitalismo progresista. La respuesta a la era del malestar.
[40] BALLÉN, Rafael. Teoría general de derecho del trabajo. Bogotá, Forum Pacis, 1994, pp. 116-138.
[41] ROBINSON, Mary y REDDY, Daya. “La pandemia evidencia que estamos en el mismo barco, ahora no olvidemos el cambio climático”, en El Tiempo, Bogotá, domingo 26 de abril de 2020, p. 2.3.
[42] “El poder de la ciencia y la universidad pública”, en El Espectador (editorial), Bogotá, miércoles 8 de abril de 2020, p.18.
[43] DE LA CUEVA, Mario. La idea del Estado. México, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, p. 305.
[44] REISMAN, W. Michael. Remedios contra la corrupción. México, Fondo de Cultura Económica, 1981, p.110. Según este autor, Harry Truman cuestionaba la nominación de John F. Kennedy así: “El viejo Joe Kennedy es el sinvergüenza más grande que tenemos en este país, y no me agrada que le haya comprado a su hijo la postulación para la presidencia […] Compró a Virginia del Oeste. No se cuánto le habrá costado; es un tipo muy avaro, así que no habrá pagado más de lo necesario pero compró Virginia del Oeste, y así es como su muchacho le ganó la elección preliminar a Humphrey. Y no fue sólo allí. En todo el país el viejo Kennedy gastó lo que hizo falta para comprar la postulación […] no la presidencia. La postulación. No se puede comprar el puesto máximo… por lo menos, todavía no”.
[45] SACHS, Jeffrey. “Es el momento de aliviar la deuda pública de muchas naciones”, en El Tiempo, Bogotá, domingo 26 de abril de 2020, p. 1.17.
[46] CHOMSKY, Noam. “Los gobiernos no están siendo la solución, sino más bien el problema”, en El Tiempo. Bogotá, domingo 26 de abril de 2020, p. 1.16.
[47] “El liderazgo estadounidense claudica”, en El Espectador (editorial), Bogotá, jueves 16 de abril de 2020, p. 14.
[48] ROBINSON, Mary y REDDY, Daya. Ob. cit., Ibíd.
[49] Gabriel Arturo, Darío, Martina y Martín —mis nietos— están muy niños, entre dos y nueve años. Pero tengo la certeza de que pronto se pegarán a quienes el jueves 21 de noviembre de 2019 tenían entre quince y veintiuno. Ese día, fue la última vez que vi las calles de Colombia llenas de esa promisoria generación de la esperanza.
[50] CHOMSKY, Noam. “Los gobiernos no están siendo la solución, sino más bien el problema”, en El Tiempo, Bogotá, domingo 26 de abril de 2020, p. 1.16.
[51] “No olvidemos a las víctimas”, en El Espectador (editorial). Bogotá, jueves 9 de abril de 2020, p. 18.
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