El coronavirus descubierto en Wuhan en 2019 es una criatura que nadie conoce —ni la gente del común, ni los que saben, ni los que gobiernan—, a pesar de que su estirpe no es tan nueva como parece. En efecto, los mismos científicos chinos que lo identificaron señalan que su genoma es idéntico en un 96 por ciento al de la epidemia del síndrome respiratorio agudo severo —Sars—, que en 2002-2003 infectó a 8.098 personas y mató 774.
El covid-19 nos deja un récord indiscutible. Mientras que la ciencia necesitó décadas enteras para producir una vacuna contra otros virus, con el de Wuhan solo gastó diez meses en sus tres fases de preparación. Es lo positivo de este lance mortal: una respuesta acelerada de la ciencia y del negocio de los laboratorios. Lo demás, son contradicciones y tanteos, injusticias, paradojas, ironías y lo más perverso o bueno de la conducta humana.
Desde los primeros días de 2020 los médicos y la comunidad científica mundial se dividió en dos grupos contradictores: los que dicen que se trata de una afección respiratoria y los que sostienen que es un problema de coagulación. Los primeros aconsejan producir mascarillas y ventiladores como arenas del mar. Los segundos arremeten con furia, con ira, casi con odio por no concentrar los esfuerzos en atacar los trombos. «Los humanos hemos tenido siempre problemas de coagulación, ¡cuál es la alarma!», concluyen con ironía.
En los días de mayor enfrentamiento entre las dos corrientes de científicos, los ordenadores y los teléfonos celulares se vieron inundados de toda suerte de videos y de alegatos con verdades distintas sobre el virus. En medio de ese debate de médicos y científicos, cada uno de los simples mortales se sintió autorizado para graduarse de doctor, de virólogo y experto —vía internet o WhatsApp—, diagnosticar y medicar. Teguas, rezanderos y pastores de cuanta secta religiosa e iglesia de garaje hay, también dieron su diagnóstico y formularon su medicamento: es una maldición divina —dijeron—, el anticipo del apocalipsis y la única cura es pagar con generosidad su aporte a su iglesia y a su pastor.
Los gobernantes sí que desconocen lo que es el covid-19, pero son unos genios para aprovechar los privilegios del poder, llenar sus bolsillos y acrecentar las arcas de los que más tienen. ¡Quién lo creyera!, una pandemia que hasta hoy ha matado 4 millones 600 mil personas ha sido una bendición para unos pocos. Es la parte más perversa de la conducta humana, a la que se refirió el secretario general de la ONU, en su más reciente asamblea.
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Antonio Guterres, máximo vocero de las Naciones Unidas, el ingeniero físico portugués, dijo: «Estoy aquí para hacer sonar la alarma. Nuestro mundo nunca ha estado más amenazado. Estamos al borde del abismo y moviéndonos en la dirección equivocada». Luego fustigó a los líderes del mundo, porque mientras que en los países ricos las vacunas son arrojadas a la basura, caducadas y sin usar, en los países pobres la gente muere por no tenerlas a su alcance. Señaló que el triunfo científico de la vacuna había fracasado por el egoísmo y la desconfianza y que el estado del mundo era una obscenidad. «Hemos aprobado el examen en ciencias, pero hemos fracasado en el de ética», concluyó.
Obscenidad y falta de ética es lo que ostenta el presidente Duque, en el atardecer de su mandato, mientras 60 precandidatos hacen fila para sucederlo. Si ninguno vence de manera contundente en la primera vuelta, pasarán a segunda vuelta Petro y Zuluaga o algún vocero del centro —Galán o Gaviria o Fajardo, si logra desenredarse de los problemas judiciales—. ¿Cuál de ellos será capaz de prescindir de la obscenidad y recuperar la ética? El que más se aleje de la obscenidad y la antiética de Duque y su régimen, que también es obsceno e inmoral.
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Quien llegue a la presidencia de Colombia en 2022 no solo tendrá que devolverle a este país los sueños de paz que nacieron el 24 de noviembre de 2016 y que fueron arrebatados por este gobierno —impúdico e hipócrita por antonomasia—, sino sanar las heridas físicas y emocionales de una sociedad golpeada por el covid-19. Conviene recordarle al próximo mandatario que el virus es impredecible y muta, que no se ha ido, que está por ahí escondido y que en cualquier momento puede reaparecer y matar sin compasión.
A propósito de los virus, el científico Grey Dwyer, ecólogo y matemático de la Universidad de Chicago, a las preguntas de sus alumnos o de algún periodista, responde: «Todo depende». Esta no es una respuesta escapista, sino la ponderación del tiempo, de la atmósfera, de la capacidad inmunológica de la sociedad, de las defensas de cada ser humano, del azar, del factor suerte. Es la enseñanza que nos va dejando esta criatura de actuar variopinto.
Hoy, cada cual cuenta su dolor de diferente manera. Personas que después de permanecer seis meses en cuidados intensivos le ganaron la batalla. Otros, en su soledad confiesan que vieron morir doce o quince miembros de su familia y que ellos se salvaron de milagro.
Mi experiencia parece una epifanía: Lucía se contagió, pero no cambiamos los roles en lo más mínimo. Nada de mascarillas. Con el alma aferrada al amor y a la vida, la misma cocina, la misma loza, la misma mesa y la misma cama. Solo pedíamos algunas comidas a domicilio, que yo iba juicioso a recoger a la portería. Sin embargo, ninguno de los dos asumíamos que por nuestro apartamento andaba como Pedro por su casa la mortal criatura, hasta el punto que un día mi mujer me dijo: «¡De tanto bajar a la recepción te vas a contagiar!»