Los dolorosos hechos del 17 de enero han disparado de nuevo la insensatez: han puesto a decir cosas incoherentes a las autoridades. Al dolor, al llanto y a la soledad  de los padres que perdieron sus hijos, se suma otra pena, que invita al examen y a la reflexión: la falta de madurez y la carencia de estatura de los líderes políticos. El poder enceguece y perturba. Por eso, quienes lo ejercen actúan como orates: el presidente, el fiscal, los ministros, los legisladores, los generales, en fin.

El pasado 17 de enero, el Eln estalló un carro bomba en la Escuela de Cadetes General Santander de Bogotá, dejando sin vida a 21 personas. Desde ese mismo momento los ecos  de la explosión han ido creciendo en todos los ámbitos de la sociedad, por dos motivos. En primer término, se destapó un debate que parecía congelado en el tiempo —el significado del terrorismo—. Y, en segundo lugar, le permitió al Gobierno tender una espesa bruma sobre los episodios de corrupción que lo tenían apercorcollado, facilitándole tiempo y espacios mediáticos, para superar la improvisación que lo caracteriza. Las ondas de esta acción también golpearán a los activistas sociales, quines verán afectados sus derechos en muchos aspectos, si se tiene en cuenta lo dicho por los más cercanos colaboradores del presidente Duque, con relación a las redes sociales, donde se propaga la “desinformación”.

Terrosimo, esbozo del concepto

No existe un concepto de terrorismo universalmente aceptado por la academia o por los estudiosos de sociología política, pero en la actualidad los estamentos oficiales y sus voceros, los medios de comunicación, presentan este vocablo como un simple acto de violencia ejecutado por criminales y desadaptados. Según este punto de vista, el terrorismo no es más que la expresión de los “agentes del mal”, ignorando el terrorismo ejercido desde el poder, tan antiguo como el poder mismo, a la hora de juzgar su antítesis, el terrorismo insurreccional. En efecto, el terrorismo que hoy conocemos no es un hecho aislado sino un fenómeno dialéctico que obedece a múltiples factores. Es la respuesta a la represión del Estado, a las injusticias sociales, a los enormes desequilibrios, a los agresivos desarrollos económicos, a la confrontación de fuerzas políticas.

En su accionar el terrorismo es una forma de violencia que persigue, en esencia, dos fines. En primer término, generar unos efectos psicológicos, tales como reacciones emocionales de ansiedad y miedo entre los miembros de la población. Y, en segundo lugar, enviar  un mensaje. Es decir, el miedo y las amenazas mismas se convierten en un medio de comunicación. Aunque el impacto terrorista ocasione pérdida de vidas humanas y daños físicos en las edificaciones y en las cosas en general,  estos, en todo caso, por graves y numerosos que resulten, siempre serán inferiores a los efectos psicológicos y de comunicación que se persiguen.

Para el caso colombiano, el terrorismo tiene múltiples expresiones: las bandas oficiales o paraoficiales que pretenden preservar la injusticia social y el orden político establecido; el terrorismo de mafias organizadas que buscan amedrentar a las autoridades, y a los sectores de la sociedad que no les dejan el camino libre para desarrollar sus actividades ilícitas, como, por ejemplo, los carteles del narcotráfico; las minorías étnicas sometidas, que aspiran a la autonomía política y cultural; los movimientos armados de liberación o guerra de guerrillas de países subdesarrollados, y finalmente, el terrorismo ideológico, de grupos políticos sin poder que, mediante la lucha armada, quieren transformar de forma radical el orden existente.

Prescindiendo del terrorismo proveniente de la delincuencia organizada, todas las demás expresiones violentas de esta modalidad, se pueden agrupar en dos categorías: el terrorismo de Estado y el terrorismo insurgente. El primero busca acallar cualquier voz disidente, para consolidar o afianzar en el poder al régimen político existente, mediante agencias oficiales especializadas o por medio de individuos y grupos que reciben el apoyo directo e indirecto del gobierno. El segundo pretende sustituir o alterar sustancialmente la distribución de poder.

El terrorismo insurgente a su vez, tiene dos modalidades: uno individual, o terrorismo puro, y otro de insurrección colectiva. El terrorismo puro o individual es un recurso personal o de sectas muy pequeñas, desesperadas y desconectadas de toda lucha política, sin una formación teórica capaz de construir un movimiento de masas para buscar un cambio real.

Aunque a cualquier demostración de inconformidad o manifestación de disidencia se le endilgue el terrorífico título de “terrorista”, aquél no pasa de ser un acto de rebelión, simples sabotajes o actos de guerra, como una emboscada, el asalto a una base militar o policial o la voladura de puentes,  torres eléctricas o edificios del Estado. Si  estas acciones alcanzan el grado de terrorismo, pertenecen al terrorismo de insurrección colectiva.

Contextos del atentado

Está claro que los hechos acaecidos el 17 de enero en la Escuela de Cadetes, se enmarcan dentro del terrorismo de insurrección colectiva. Ahora bien, cabe preguntar, ¿en qué momento ocurren? En el preciso momento en que las élites del establecimiento afrontan el más grande escándalo de corrupción de toda la historia, han perdido el norte y no encuentran la manera de salir del atolladero, que les permita seguir editando cuatrienio tras cuatrenio. Duque lleva seis meses en el Palacio de Nariño y aun no se halla como presidente. Nada le sale bien: ni siquiera los saludos que a nombre de Uribe debe darle a la monarquía española, ni el servilismo con que trata al Secretario de Estado de Estados Unidos, haciendo apología de los méritos, que los “padres fundadores”  de esa nación, no tienen en la independencia de la Nueva Granada.

Uribe, como mentor y jefe de Duque, se quedó sin discurso que le aporte votos, porque las Farc se desarmaron, y se convirtieron en partido político. A esa falta de  oxígeno, al  líder del sector más retardatario y ultramontano del establecimiento, se le reduce el espacio, porque la Corte Suprema lo  ha llamamado a indagatoria, en uno de los 289 procesos que en su contra cursan en Colombia.

Néstor Humberto Martínez, puesto en la fiscalía general por todas las élites para que las proteja, ha perdido legitimidad y respaldo en la opinión pública. En efecto, ha quedado al descubierto que defiende los intereses de su cliente Luis Carlos Sarmiento Angulo, socio de Odebrech, la empresa que sobornó a todos los gobiernos del continente para monopolizar los grandes contratos de infraestructura. Los compromisos del hombre más rico de Colombia con la compañía Odebrech, son tan de bulto que le han abierto investigación en Estados Unidos. En el marco de la pérdida de legitimidad, la población civil organiza mítines en contra de Martínez y le pide su renuncia. Entre tanto,  un grupo de juristas demanda su elección ante el Consejo de Estado, porque fue desleal con la Corte Suprema, al no hacer explícito su conflicto de intereses.

En medio de todo ello, ahora el país se entera que los organismos de inteligencia sabían, que desde hacía diez meses se venía fraguando un atentado contra la policía. ¿Por qué no le avisaron a esa entidad para que tomara todas las precauciones? ¿Néstor Humberto Martínez sabía? ¿También obró con deslealtad? Más grave aún: ¿enterado de que  estaba en marcha un atentado contra la Escuela de Cadetes no hizo nada para detenerla, con la certeza íntima de que le daría una tregua en medio de sus dificultades personales y políticas?

En ese contexto, en el que todas las élites del establecimiento han perdido  credibilidad, y en la antesala de unas elecciones territoriales, en las que no tenían argumentos para capturar las mayorías y continuar en su carrusel de corrupción, se produce el hecho terrorista de la insurgencia del Eln.

Error estratégico: efecto contrario al buscado

Como no se sabe exactamente cuál era el efecto que buscaba el Eln, hay que encontrarlo en el comunicado en el que reconoce la autoría de los hechos. En esta declaración presenta varios argumentos: que el presidente Duque no le dio la dimensión a los gestos de paz que esa guerrilla realizó en Navidad; que la fuerza pública aprovechó la tregua para avanzar y bombardear; que la Escuela de Cadetes atacada es una institución militar, que por eso es “lícita” la acción que realizaron; que en  sus campamentos también se da  capacitación y que también han sido bombardeados; que han insistido en el cese bilateral de fuegos; que actuaron en legítima defensa; que los contendientes en la guerra deben respetarse; que proponen un debate político sobre estos temas. Finalmente, esa guerrilla le pide al presidente Duque que envié su delegación de diálogo a la mesa, para darle continuidad al proceso de paz.

Todo el contenido del comunicado se enmarca dentro de la lógica de la guerra, que será perversa siempre, porque ninguna guerra es limpia, ninguna es justa, ninguna guerra es humanitaria. Con esa lógica de guerra, con la que actuó el Eln, quiso ablandar a Duque y al establecimiento para obligarlos a continuar el proceso de paz que habían iniciado con el gobierno Santos. Pero por no tener en cuenta los contextos sociales y políticos, y las circunstancias de tiempo y de lugar, esa agrupación guerrillera incurrió en un error de gran hondura. Logró el efecto contrario al buscado. El hecho fue de tal torpeza, que resultó demasiado perfecto para los intereses de las élites del establecimiento. Fue tan magnífico, que antes de que los insurgentes reivindicaran semejante despropósito político, muchos analistas pensaron que habría sido la extrema derecha la causante del crimen.

Sin proponérselo, con su actuación el Eln les dio un segundo aire a las élites del establecimiento. A partir del 17 de enero andan disparadas, dando lecciones de moral, y anunciando una lucha frontal contra el terrorismo y la corrupción. Es posible que ese hecho se convierta en el punto de quiebre para que Duque comience a gobernar con cabeza propia.  Ojalá fuera para consolidar la paz, y no para reinventar la guerra total.

En efecto, Duque, que hasta hoy no es Duque sino Uribe, se ha endurecido en el discurso, y pronto lo será en los hechos. Vendrá una arremetida sin cuartel contra las propias estructuras de esa guerrilla, pero también contra todo aquel que se aparte de las posiciones del Centro Democrático, que son con las que en estos seis meses ha desgobernado al país. Duque ha reafirmado su discurso de unidad nacional, pero en la praxis contradice su propia narrativa. Hace estratagemas, convocando a todos los partidos políticos a su despacho, para engañar a la opinión pública, porque no hay ningún diálogo  que permita el entendimiento de los diversos sectores de la sociedad. Entonces, todos nos damos cuenta de que no es unidad nacional lo que pretende, sino unanimismo en torno a su figura de bacán, que ejecuta bien la guitarra, baila como un trompo y hace mil cabecitas, mientras los líderes sociales, defensores de rechos humanos y excombatientes de las Farc son exterminados. Quizás entendiera que no es la hora de infundir más miedo, con el tableteo de las ametralladoras, sino el momento de negociar la paz: no sólo con quienes se hallan alzados en armas, sino con todos los sectores inconformes de la sociedad.

El discurso oficial es razonamiento de orates

No hay coherencia en la versión oficial relacionada con el ingreso de la camioneta Nissan Patrol gris, modelo 1993, con placas LAF­–565, a la Escuela de Cadetes, e1 17 de enero. Unas versiones afirman que una vez que el vehículo llegó a la portería, el perro  detectó el explosivo, y, que al verse descubierto, el chofer aceleró, llevándose por delante al vigilante, a quien “dejó ahí tendido”. Esa misma versión dice que tres policías corrieron tras la camioneta, pero que perecieron en el momento en que esta explotó. Otra versión señala que la puerta de entrada estaba fuera de servicio, y que el conductor de la camioneta aprovechó la salida de un camión para ingresar a los predios de la Escuela; que el vehículo se desplazó con toda tranquilidad por las calles internas, sin que nadie lo hubiera detenido. Sólo hasta cuando un policía se vino de frente hacia la camioneta, el conductor dio reversa, giró a la izquierda y luego se estrelló. Cuando alguien cuestiona la seguridad de la Escuela de Cadetes, el ministro de Defensa, en tono airado, contesta que no es hora de atacar la seguridad de ese establecimiento sino a quienes ingresaron el carro bomba.

Por otra parte, el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, en menos  de veintidós horas después de ocurridos los hechos, el viernes 18 de enero a las 7:30 de la mañana, en rueda de prensa en la que también participaron el ministro de Defensa, la cúpula de la fuerza pública y el Comisionado de Paz, dijo que tenía plenamente identificados a los autores intelectuales de los hechos. Se le abona la eficiencia, que ojalá fuera en todos los casos. Lo que no es de rigor investigativo ni de procedimiento judicial, es que dijera, en vivo y en directo, que les imputaría cargos a la dirigencia del Eln. Por más flagrancia que haya, eso debe decirlo en una providencia, no ante los micrófonos.

Los más incoherente y desatinados  de todos los agentes oficiales, han sido el propio Duque, su Canciller y su comisionado de Paz. Todos ellos a los gritos,  le han exigido al gobierno cubano que entregue los diez delegados del Eln que están en La Habana. El canciller de Cuba, Bruno Rodríguez, dijo en su cuenta de Twitter que su gobierno “actuará en estricto respeto a los protocolos de paz firmados entre el Gobierno y el Eln, incluido el protocolo en caso de ruptura de la negociación”. Pero sigue sin reconocerse a sí mismo como jefe de Estado, en cuya cabeza está la responsabilidad de la política internacional, desconoce los protocolos y actúa como un particular guiado por la “ley de la selva”. Se siente herido, y quiere hacerse justicia por sí y ante sí: “Ningún acto de esa naturaleza amerita ningún protocolo que evite que se haga justicia”, afirma. Sus íntimos del Centro Democrático van más allá. Le aconsejan que le pida al gobierno de Cuba que extradite a los negociadores, y que si no lo hace rompa relaciones con ese país.

Duque, su Canciller y su comisionado de Paz reiteran que a ellos no le importa ningún protocolo. Como buenos alumnos de Uribe, pretenden confundir a la opinión pública, con argumentos, en los que no se sabe qué es más ofensivo: si las mentiras o su convicción de que todos somos imbéciles. Miguel Ceballos, comisionado de Paz, dice: “No hay ni puede haber ninguna manifestación de perdón ni de amparo a un grupo que ya reconoció la autoría criminal, de ese acto que no tiene justificación alguna[1]. El cumplimiento del protocolo nada tiene que ver con el perdón ni la justificación de los hechos, ni nadie en el país ha hablado de eso, pero Ceballos hace el oficio de confundir. Al respecto, El Espectador, anota: “Que el Eln incumpla no significa que el Estado colombiano pueda utilizar argucias retóricas para amañar la realidad y faltar a su palabra[2].

Con sus actitudes y narrativas, el mensaje que transmiten Duque y su equipo de política exterior y de paz, es que con ellos se llegó al fin de la Historia. Se ignoran los protocolos, se desconocen los países garantes, porque ya nunca jamás habrá negociación. No habrá con quien hacerla, porque se ha consolidado la democracia y los grupos terroristas desaparecerán de la faz de la tierra para siempre.

Quien más réditos políticos le ha sacado al carro bomba, ha sido el senador Álvaro Uribe, siempre  para echarle la culpa a Santos. Después del antentado trinó: “Que grave que la paz hubiera sido un proceso de sometimiento del Estado al terrorismo”. En  la marcha del domingo 20 de enero, fue más explícito: “No podemos permitir que los eln sigan el ejemplo de los terroristas de la Farc”. Siempre tan hábil para convertir las mentiras en verdades y las verdaddes en mentiras, Uribe  pretende hacerle creer a la opinión pública que el hecho terrorista acaecido el 17 de enero, es la consecuencia lógica del proceso de paz con las farc, cuando es precisamente todo lo contrario: gracias a la firma de los acuerdos de paz con esa guerrilla, se han evitado muchos muertos. Y, si el Eln hubiera seguido el ejemplo de las Farc, y hubiera firmado un acuerdo de paz con Santos, no se hubieran presentado los dolorosos hechos, que hoy lamentamos y repudiamos todos.

[1] El Espectador, “Protocolo al El: ¿aplicable o no?” Bogotá, martes 22 de enero de 2019.

[2] Íbid. “El terror no es excusa para dejar de hacer lo correcto”, (editorial principal).