El jueves 21 de julio de 2022 se cumplen 30 años de la fecha en que Pablo Escobar decidió dejar su hotel de cinco estrellas —desde donde continuaba delinquiendo bajo la protección del Estado—, y volver a la clandestinidad. Es el tema central de mi más reciente novela, La fuga de Pablo Escobar.
Sin embargo, la evasión de La Catedral no fue la única afrenta para Colombia. También lo fue su llegada al Congreso, el 20 de julio de 1982, pese a que desde el 11 de junio de 1976, todo el mundo en nuestro país sabía que Pablo Escobar era un narcotraficante.
No obstante ser un simple suplente de Jairo Ortega, unas semanas después de haber salido elegido, sin esperar a posesionarse como tal, Escobar, a manera de celebración, invitó a más de veinticinco personas de su familia —padres, hermanos, suegros, cuñados, su primo Gustavo Gaviria, esposas e hijos— a un paseo a Río de Janeiro.
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El jefe del cartel de Medellín no solo se sobreactuó para celebrar por anticipado una dignidad inmerecida, sino que le hizo creer a su mujer, Victoria Eugenia Henao, más conocida en los círculos familiares y mafiosos como Tata, que pronto sería presidente de la República. Alberto Santofimio y Jairo Ortega, jefes y asesores políticos de Escobar, además de aplaudirle sus ambiciones, se las estimularon. Así llegó al delirio de pensar, que era uno de los tres hombres más importantes del mundo, al lado de Reagan y del Papa Juan Pablo II. En uno de esos momentos de alucinación, le dijo a Tata:
—Mi amor, prepárate para ser la primera dama de la Nación.
—¿Verdad, Pablo? —le respondió ella—. Te veo radiante y muy locuaz, pero te pregunto si no estarás soñando lo imposible.
—No, Tata. Estoy tan seguro como que me llamo Pablo Emilio Escobar Gaviria. Tengo muchísimos proyectos que presentaré en el Congreso y que serán la punta de lanza para llegar a ocupar la primera magistratura de este país.
—Y yo, ¿qué tengo que hacer, Pablo?
—Contratar a los mejores asesores en protocolo, estudiar inglés, francés, italiano y alemán, porque no podrás hacerme quedar mal, cuando viajemos a los países donde hablan esos idiomas, en nuestra condición de la pareja presidencial de Colombia.
Tata, asumió tan en serio su papel, que un día le dijo a Popeye, el más fiel gatillero de Pablo Escobar: «Pope, ya hablé con mi marido, para que vos me acompañés, durante una semana, a las mejores galerías, librerías, bibliotecas, clubes deportivos e institutos de idiomas de Medellín, porque quiero darle un vuelco intelectual a mi vida. Ahora, no puedo quedarme como una mujer del montón, no puedo ser la mujer de cualquier paisa».
Los primeros pasos en el entrenamiento para ser la primera dama de la Nación, los dio Tata con la asesoría de una gran diseñadora de modas de Medellín, para comprar el vestido que llevó puesto el 20 de julio de 1982, día de la instalación del Congreso de la República, donde Escobar estaba ahí, en su condición de suplente a la Cámara. Ninguna de las esposas de los demás congresistas principales y suplentes estuvo en el Salón Elíptico del Congreso, pero Victoria Eugenia sí, porque era necesario ir asumiendo un porte distinguido desde ese momento.
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En cambio, Pablo Escobar, el día de la posesión, se presentó muy mal vestido y sin corbata. El portero le impidió el ingreso, porque el protocolo exigía que llevara esa prenda. Por los pasillos del Capitolio circuló la noticia y muchos congresistas, corrieron en tropel y le dijeron: «¡Pablo toma la mía!».
Esa actitud abyecta de los legisladores, es el testimonio vergonzoso de que la sociedad había cambiado de paradigma para guiarse por los dictados de unos nuevos valores: los ideales que imponía el ganster. Esos cánones mafiosos son los que han predominado en nuestro país durante las últimas cuatro décadas. Solo 40 años después, de aquel nefasto 20 de julio de 1982, la sociedad colombiana se sacudió y hoy comienza un nuevo amanecer.