Como si fuera un lector de lluvias y tormentas, esa tarde, en Santa Cruz de los Cerros, el presidente de la república se asomó a los amplios ventanales, mientras los densos hilos de agua acompañados de granizo, impulsados por el viento, golpeaban con fuerza, casi con violencia, el cristal blindado del palacio de gobierno. Omnisciente e infalible como era, esperaba descubrir, en esas olas verticales, las herramientas que le permitieran someter y exterminar a todos sus enemigos. “Que el Señor y la Santísima Virgen me iluminen”, pensó. Pero la crepitación de los vidrios por el tintineo de los blancos y gruesos perdigones le refrescó la primera esquina de su memoria, y al instante cambió de actitud y de lenguaje. “¡Qué falta de hombría, por Dios!”, se recriminó con rabia en voz alta, y agarró el teléfono.
—Mi general, necesito un préstamo. Venga a mi despacho, le gritó al comandante del ejército.
El general de cuatro soles se estremeció más por el tono de la voz que por el contenido del mensaje. Sudó frío y copiosamente, como el agua que caía sobre la ciudad. Pero sin dilación, se trasladó a la oficina del jefe de Estado porque no eran palabras lo que había escuchado sino golpes metálicos que no podría resistir ni el militar más parsimonioso y apático. Mientras una docena de motos y media de carros, que constituían la escolta del comandante del ejército, entre pitos y sirenas se abrían paso por las calles, materialmente licuadas, el alto oficial metido entre los cristales polarizados de su coche pensaba cuántos aviones, barcos, tanques de guerra, camiones, clubes, balnearios o escoltas necesitaría el número uno —como llamaban sus subalternos al primer magistrado de la nación—. ¿Querrá él mismo, se preguntaba el oficial de mayor graduación del ejército, dirigir el operativo, saltándose el conducto regular, o simplemente deseará organizar una rueda de prensa en medio de la tropa? Pero no. No era nada de eso.
—Necesito una mujer de las muchas civiles que están bajo su mando, bonita, inteligente y leal, fue el saludo del presidente.
—No la tengo como empleada, pero sé donde está, fue la respuesta del sorprendido general, mientras pensaba en su amante, y madre de su presunto hijo. Le doy la información, pero le recomiendo prudencia emocional en el trato, porque es la mujer de un cabo tercero y la novia de un coronel. ¡Presidente, recuerde que si la triangulación amorosa es posible, la cuadratura es mortal!
—Descuide, mi general, usted sabe que soy el hombre más honesto y ético de la patria. ¿Cómo se llama y dónde está?
—Constantina, dijo el general, y trabaja con el presidente de la comisión de presupuesto de la cámara nacional de la asamblea legislativa.
El hombre que preguntaba por Constantina pertenecía a la estirpe de quienes nacen para el poder, que no se conforman con el trozo de poder que les corresponde, según el reparto que la civilización ha establecido, sino con el poder total, con la concentración de todos sus factores, fuentes y relaciones sin control, para quienes solo hay un camino, un saber y una verdad: los suyos. Él no nació con la sensibilidad en el corazón ni la ternura en el alma: jamás sus manos acariciaron una flor, nunca sus pies pisaron un teatro, ni sus ojos vieron una película, ni sus oídos escucharon a Beethoven. Tal era su goce con el fracaso y el dolor ajenos, que iba al circo solo con la ilusión íntima de ver que al lanzador de cuchillos le fallaba el pulso o que al equilibrista se le reventaba la cuerda. Imposible imaginar que él tuviese mujer e hijos. Pero los tenía, y ¡qué buen padre, era! Los formaba con su ejemplo en el arte de la simulación que era su mejor pieza.
*Del primer capítulo de mi novela La vida ejemplar de Constantina (Ediciones Aurora, 2017).