En los momentos de profunda crisis de las naciones, las personas de todos los estratos sociales están dispuestas a estropear su dignidad y mancillar sus valores y principios por cualquier migaja. Entonces, los seres humanos caen tan bajo, que se atreven a arrojarles rosas a los cerdos para obtener sus desperdicios a cambio.
Colombia vivió su más vil pequeñez como nación entre 2002-2010, con un pequeño caudillo que gritó, ultrajó, humilló a su población, se burló de los periodistas y los señaló de ser colaboradores del terrorismo.
Ahora se repite la historia, con un alto grado de engaño. La semana pasada compartí con mis lectores las primeras 630 palabras de mi novela La vida ejemplar de Constantina, bajo el epígrafe “Uribe o el arte de la simulación: realidad y ficción”, por la semejanza del jefe del Centro Democrático con uno de los personajes centrales de ese relato. Ante las nuevas simulaciones del mismo personaje del mundo real, hoy vuelvo sobre el tema.
Simular, según el Drae, es “representar una cosa, fingiendo o imitando lo que no es”. La palabra simulación se deriva de dos vocablos latinos: simul y activo, que significan alteración de la verdad. En otras palabras, la simulación es pura y simple hipocresía. Por medio de la simulación se consigue crear la apariencia de algo que en realidad no existe: su finalidad es engañar.
Uribe es un genio de la simulación. Durante sus ocho años de gobierno fingió la seguridad democrática, la negociación con los paramilitares, el Estado comunitario, la antipolítica y la anticorrupción. También simuló que le ganaba la guerra a las Farc, asesinando jóvenes inocentes, haciéndolos pasar luego por guerrilleros caídos en combate: fueron los falsos positivos. Incluso fingió sus rabietas. Muchos recordarán la simulación de su gran piedra con uno de sus compinches: “¡Si te encuentro te rompo la cara marica!”
Todas esas acciones, aparentemente reales, fueron pura simulación. La simulación, por el factor de engaño, como en el delito de estafa, embruja a la víctima, y esta se siente culpable si no acepta el discurso o la cantaleta del simulador, con más veras si lo enfrenta o lo controvierte.
En ese grado de postración y de empequeñecimiento psicológico de la víctima –individual o colectiva–, ya nada necesita hacer el simulador, porque aquella comienza a darle una mano generosa a su victimario.
El empobrecimiento espiritual devora los pueblos, si el simulador encuentra amplificadores que llevan su simulación hasta el último rincón adonde llegan la radio y la televisión.
He ahí el episodio del pequeño periodismo de la caballeriza de Rionegro, en el que caímos todos. Fue una cadena de simulaciones de Uribe: fingió que tiene moral, porque al ser llamado a indagatoria por la Corte Suprema se siente “moralmente impedido para continuar en el Congreso”. Una vez que la sociedad se comió el cuento de la renuncia, simula una rueda de prensa. Todos vimos que no fue tal –porque la libertad de los reporteros para preguntar lo que quisieran fue violada, como lo fue el derecho a la información que tenemos todos los colombianos–, sino hora y media sandeces y ataques contra los magistrados que lo investigan.
Cierra la tanda de sus simulaciones fingiendo que tiene honor: “Por razones de honor, nunca ha estado en mi mente que la Corte Suprema deje de conocer el caso para el cual me citan a indagatoria”, dice el senador Uribe.
Así, en una estrategia de la más alta simulación e hipocresía, nuevamente nuestra sociedad fue empequeñecida: sus periodistas fueron encerrados en una caballeriza, para fingir una rueda de prensa. En el timo cayeron los directores de los medios, los jefes de redacción, los periodistas rasos y los veteranos, así como toda la población colombiana.