Según la Defensoría del Pueblo desde enero de 2016 hasta junio de 2018 fueron asesinados 311 líderes sociales. Semana (edición 1888) dice que son 80 en lo que va corriendo en este año. Los medios y las redes contabilizaron 14 en la primera semana de julio.

Medios y columnistas se preguntan: ¿Quiénes los están matando? ¿Por qué los asesinan? ¿Quiénes son las víctimas? Con relación a la primera pregunta, un estudio del Centro Nacional de Consultoría y Codhes señala siete autores con sus porcentajes: 86%, grupos armados indeterminados; 5%, Fuerza Pública; 4%, otros grupos armados; 3%, grupos desmovilizados; 1%,  Eln; y 1%, disidencias de las Farc.

La segunda pregunta –¿por qué los asesinan?–, es más difícil de responder. Sin embargo, si se sabe quiénes son los muertos, se puede establecer una razón de causalidad. En ese sentido, el mismo estudio indica el perfil de las víctimas y el porcentaje: 45%, comunitarios; 23%, étnicos; 11%, campesinos; 5%, sindicales; 4%, sociales; 3%, LGBTI; 2%, líderes de víctimas; 2%, restitución de tierras; y, 5%,  líderes juveniles, de mujeres, animalistas y mineros.

Por fuera de ese estudio, el representante de la ONU para los Derechos Humanos en Colombia, Alberto Brumori, señala un nuevo origen de las víctimas, cuando dice: “Hemos recibido cinco casos de líderes de una campaña de un excandidato a la presidencia” (El Tiempo, domingo 8 de julio/2018). En relación con los autores de los crímenes, el mismo funcionario indica: “Creo que hay que superar la investigación de casos con autores materiales e ir a las estructuras criminales detrás de estos asesinatos, creo que ese es el salto que se necesita hacer para asegurar una efectiva lucha contra la impunidad”.

La velatón en varias ciudades del mundo, como expresión de solidaridad con las víctimas, fue rechazada con mensajes llenos de odio e insensibilidad, por agentes del Centro Democrático y  del establecimiento en general.

De abominable, calificó El Espectador (editorial, domingo 8 de junio/2018), la actitud del ministro de Defensa y de otros miembros de las élites políticas, que pretenden justificar las muertes por los supuestos vínculos de las víctimas con bandas criminales: “El Ministerio no fue el único. Varias voces se sumaron a poner mantos de duda sobre el liderazgo social de las víctimas. Abominable”.

Hay discursos abominables, pero también hay silencios que matan. En el estudio citado el 86% de los victimarios son grupos armados indeterminados y el 5%  miembros de la Fuerza Pública: 91% en total. ¿Qué pensarían esos 91% de asesinos, la noche en que Duque excluyó de su discurso de “unidad” a 8.034.189 de electores y a su vocero, con nombre propio?

Por las circunstancias de causalidad, modo y lugar, estas matanzas se asemejan a las acaecidas en otros dos momentos de la historia política de Colombia: 1946 y 1988.

En 1946, el delito que cometió el pueblo consistió en que, a pesar de  que el liberalismo se había dividido para la presidencia de la República, era mayoría en el Congreso y en las bases sociales del país. En 1988, el pecado en que incurrió la Unión Patriótica fue haber participado en la primera elección popular de alcaldes: en muchos municipios ese partido puso alcalde, en otros tan sólo eligió concejales. Todos fueron asesinados.

Hoy, el delito es igual. La guerrilla de las Farc se convirtió en partido político y todos  los movimientos alternativos, liderados por Petro, obtuvieron 8.034.189 votos. Ese  es un hecho imperdonable para las élites ultramontanas y excluyentes,  y, para evitar que se repita deben escarmentarlo con el exterminio de los cuadros más valiosos de esas masas.