En los primeros tiempos de la civilización se educaba para subsistir. Hoy se educa para especular y destruir. Ayer por la necesidad común, hoy por la avaricia descomunal de unas pocas personas.

La primera educación o formación del ser humano fue para el trabajo y, a su vez, el trabajo tenía una finalidad: la subsistencia. Más tarde, el hombre tuvo otras preocupaciones: pensar en la muerte y lo que vendría después, y darle forma a las primeras agrupaciones humanas. En este proceso, terminada la infancia, el joven tenía toda una serie de opciones: cazador, mago de las artes, candidato a jefe del clan, etc. Pero ninguna de estas actividades las podía comenzar  sin una previa orientación o iniciación  en los secretos de la vida futura, que debían suministrarle los mayores y que constituía una verdadera etapa de aprendizaje social y cívico.

En el devenir de las distintas culturas y en los ideales de las mismas, encontramos el testimonio de su educación. Los sumerios dejaron las primeras muestras de escritura que sirvieron para la transmisión de conocimientos. El objeto de la enseñanza, en el antiguo Egipto era asimilar el calendario lunar con el fin de establecer los ciclos de las inundaciones fluviales para lograr la producción agrícola. En la Grecia clásica, formar al buen orador y al ejemplar ciudadano. En la Edad Media, preparar al obediente siervo, al bondadoso santo y al perfecto caballero.

Mayor hondura intelectual y laboral tuvo la educación durante el Renacimiento: preparar al hombre en el cultivo de la poesía, la pintura, la escultura y la arquitectura, así como iniciarlo desde la edad de doce años en los oficios de la metalurgia, la fundición y la construcción de edificios, donde el joven aprendiera haciendo.

Como los ideales de la actual cultura son bien distintos a los de la Grecia clásica o a los del Renacimiento, bien diferentes son los fines de la educación.

El propósito de la educación de hoy es demasiado pragmático: lograr que los profesionales monopolicen los principales cargos del Estado y de la empresa privada con fines e intereses personales, no para resolverle los problemas a la sociedad. El objeto más representativo  de la educación de hoy es la especulación, así sea destruyendo al hombre y a su entorno natural y social: las máquinas de guerra –obsoletas o sofisticadas–, los detergentes, los diversos venenos que destruyen  los recursos ecológicos y la frenética publicidad que es una forma de destruir el gusto, la necesidad, la espontaneidad y la paz de las conciencias. Hace parte de ese objeto de la educación, enseñar a manejar la tecnología electrónica para especular y engañar a la humanidad.

Del Renacimiento y de la Antigüedad clásica no sólo estamos bien distantes en el tiempo sino en los ideales. Ahora  no se discute, ni se enseña  a amar los conocimientos, ni a cultivar el espíritu. Hoy los estudiantes reciben datos e información y adquieren destrezas para manejar los ordenadores y para  realizar transacciones financieras a distancias de miles de kilómetros, sin pensar, sin analizar, sin controvertir nada.

No se necesita vocación por determinada profesión u oficio. Es suficiente darle unos pocos datos a la computadora y esta caja de acrílico lo hace por nosotros. Así nos evita la vergüenza de habernos equivocado. Pensar no es necesario, porque, además, se proclama como gran logro de la tecnología, que las máquinas piensan por el hombre.

Los procesos globalizados funcionan de manera automática: basta programarlas una vez y las máquinas se encargan de recibir el dinero y de despachar la mercancía. No se educa para el buen uso de la cosa pública, sino para satisfacer la voracidad del mercado libre.

Si el próximo Congreso de la República cambia el propósito de la educación, no hay duda que habrá hecho una revolución.